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jueves, 25 de septiembre de 2014

Universitarios en la época de Cervantes

El año académico está a punto de comenzar y los alumnos se preparan para darle bienvenida. Provisión de material, cambio de residencia, trámites administrativos… estas son algunas tareas que de nuevo ponen en guardia al estudiante tras haberse solazado los tres meses anteriores de verano. Si echamos la vista atrás, comprobaremos que semejante rutina poco ha cambiado desde que la enseñanza superior cobrara importancia la época en que la sociedad española presenció el florecimiento de los siglos XVI y XVII, muy fructíferos en el campo cultural.

Los testimonios que han perdurado hasta nuestros días revelan tópicos que infundían sentido a la vida estudiantil y sin muchas averiguaciones podemos sacar en limpio paralelismos existentes con el alumnado actual, sobre todo en las dificultades halladas para abordar el largo y tortuoso camino del curso universitario. La ácida ironía con que los escritores crearon estas historias dan fe de lo exasperante que era la travesía universitaria. El que abandonaba su hogar para “aprender los saberes”, en Alcalá o Salamanca, a mucho tenía que renunciar si no quería fracasar en el intento.

Sin embargo, la austeridad que debieron hacer frente, no fue propiciada por falta de implicación institucional en la causa educativa. Al contrario, los consejos estatales, ante la insólita expansión de aquel Imperio donde nunca se ponía el sol, solicitaron un creciente volumen de funcionarios que agilizaran el hacer diplomático. El problema estaba en la precaria sociedad que vivía bajo mínimos y los acogieron en condiciones muy lamentables. Tutores y maestros prestados a dar alojamiento y manutención a cambio de servidumbre, hundieron a los estudiantes en una pobreza tal que ellos mismos se vieron obligados a desdoblarse en otros empleos de poco lustre, o incluso a practicar el bandidaje. 

'Quien quiera saber que vaya a Salamanca' era un dicho muy popular y, en efecto, quien quería estudiar, fuese noble, clérigo o villano, era gratamente recibido. La diversidad en las aulas fue promovida por los reyes que, porfiando en traer la democracia y la captación unánime de talentos, autorizaron elaborar sendos privilegios, aunque por otro lado reluciera la falta de asistencia al alumno que no disponía de recursos para costearse un alojamiento digno.  

Durante la época de Cervantes las autoridades eclesiásticas determinaron los cánones de conducta que debía seguir la enseñanza, pero los progresos acaecidos en las ciudades, tales como la concentración gremial o la multiplicidad de profesiones, modificaron la estructura del saber. Así por ejemplo, el maestro escuela, encargado de instruir a sus discípulos en todos las ciencias, fue reemplazado por especialistas en disciplinas particulares que, a diferencia de él, no enseñaban de manera superficial. El Renacimiento facilitó la llegada de alumnos brillantes, ingeniosos y entregados abiertamente a sus respectivas vocaciones, obedeciendo por primera vez un marco legal inspirado en los patrones gremiales. Con estos avances, el conocimiento pasaba más por la participación que por la memorización. Las lecciones empiezan a ser debatidas como en plenos de ayuntamiento, pensando y opinando, dejando atrás la recitación, como si el alumno subiera a pronunciar arengas en un púlpito o vaciara su conciencia tras las celosías de los purgatorios. 

Dudosa acogida de la literatura entre el público 

La leva de guerra que los Austrias difundieron redujo en gran medida el número de egresados universitarios. Se extendió la opinión de que para contribuir al bien de la patria era mejor luchar en los frentes de batalla y por ello la sociedad desmereció las profesiones vinculadas al ejercicio de las letras, tomadas más bien como meros pasatiempos. Cuando la Corte retomaba la contienda con las potencias adversarias, la enseñanza se resentía, pues la labor diplomática y el consenso político eran reemplazados por la barbarie bélica.  

Cervantes, como tantos otros, puso voz a esta coyuntura a través de los discursos quijotescos. Él, igual que los gobernantes, persiguió la paz haciendo antes la guerra, entendiendo como desafíos todo encuentro que tenía con personas desconocidas.  Afirmó que los caballeros sufren calamidades imposibles de comparar con las que padece el estudiante, lo cual le hacía más honorable. Su propósito era lograr la paz con su brazo y, por tanto, debía ocupar un lugar preferente dado que su oficio era velar por la seguridad del pueblo. 

En el fragor de la batalla se hizo latente que las armas surtirían más efecto que la pluma. Pero hasta para la guerra había que apelar a la cordura y evitar así la violencia indiscriminada de los jefes militares, con frecuencia muy impulsivos en las decisiones. Las letras nutren el espíritu y lo hacen fuerte para contener las afrentas, de modo que era posible fundir la cultura y el pensamiento con el uso de las armas. 

El público ya empezó a desdeñar el oficio literario. Mateo Alemán, en su obra cumbre 'Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana' tuvo la premonición de que sus lectores, a la hora de valorar el escrito, serían movidos por un instinto de envidia y avaricia y elegirían aprender el manejo del arcabuz a sustentar una ingente caterva de letrados dispuestos a decidir por los demás. El escritor acusó a los incultos de 'perseguir inocencias y profanar verdades' por aborrecer la literatura y el que no amara de verdad su vocación, no era aconsejable que ingresara en la Universidad. Guzmán reflexionó sobre estos temas y decidió partir hacia Alcalá, después de haber dado bandazos en un sitio y en otro y cometer actos reprobables, propios de un insigne pícaro como él. 

Desdichado de aquél, si alguno por su desventura no propuso en su imaginación lo primero de todo el servicio y la gloria del Señor, si trató de su interés, de sus acrecentamientos, de su comida, por los medios deste tan admirable sacrificio, si procuró ser sacerdote o religioso más de por sólo serlo y para dignamente usarlo, si codició las letras para otro fin que ser luz y darla con ellas. (…) Pregúntese a sí mismo qué le mueve a tomar aquel estado. Porque caminando a oscuras dará de ojos en las tinieblas. Libro III, Cap. IV

Otros aparcaban los estudios para evadirse leyendo autores profundos y sugerentes o componiendo versos, lejos de sus tutores académicos. Cada uno era libre de pensar si las lecciones eran de provecho o no. A Diego Miranda, el Caballero del Verde Gabán, se le nota afligido porque ha perdido las esperanzas que puso en su hijo de verle hecho un canónigo con el grado en teología que le había encomendado estudiar. El muchacho escoge el camino transgresor de la poesía, inocuo a ojos de los mayores que avistaron los tiempos en que hacía falta dilatar la maquinaria administrativa del Estado.

Vivimos en un siglo donde nuestros reyes premian altamente las virtuosas y buenas letras, porque letras sin virtud son perlas en el muladar (*lugar donde se echaba el estiércol y los residuos de las casas). Todo el día se le pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en tal verso de la Iliada, si Marcial anduvo deshonesto o no en tal epigrama, si se han de entender de una manera o otra tales y tales versos de Virgilio. 2ª Parte, Capítulo XVI

La respuesta de Don Quijote no intenta por menos voltear el pensamiento equívoco de Miranda, ya que a pesar de que escogió el oficio de las armas, sabe que sin las letras él habría pasado sus últimos días en la tranquila hacienda que tenía en propiedad y no habría elegido el turbulento futuro de la caballería andante. Intenta infundir la lección de que cada uno debe ser libre de elegir el porvenir que más le agrade y cumpla con sus expectativas y por su parte, lo único que le incumbe al padre es impedir que sus hijos caigan en la corrupción moral. Aconseja a Miranda permitir que su hijo ande por donde “su estrella le llama”, porque las cumbres del talento literario le engrandecerán tanto como “las mitras a los obispos”.

Los estudiantes carecían de autonomía por injerencias externas de otras instituciones

Quizás el deseo de autonomía en el aprendizaje fuera el causante de que los estudiantes más indomables hubieran preferido dedicarse a las artes, o en el peor de los casos, a la delincuencia. La metodología de estudio vino determinada por los cánones eclesiásticos al menos hasta la eclosión renacentista. Es comprensible si observamos la estrecha relación que unía el poder civil con el religioso. En las universidades había un código de leyes que modulaba la jornada estudiantil y el que lo violara, recibía un castigo.   

Los aspirantes a incorporarse en el estamento eclesiástico hacían cuasi vida monástica. Para ellos el día comenzaba con una misa, después comenzaban sus clases a la hora prima (cuando salía el sol, es decir, a las 6:00 de la mañana) hasta la hora del almuerzo en comunidad, luego se reunían en la capilla para cantar y por último asistían en grupo a lecciones extraordinarias y acalorados debates. La constitución que regulaba el funcionamiento de cada centro colegiado se promulgó en San Clemente de Bolonia, incluyendo fundamentos democráticos como las elecciones de los rectores mediante el uso del voto.

Hubo una orden religiosa que incidió sobremanera en el aparato educativo del reino, pues sus feligreses creían que amar la sabiduría les conduciría a la salvación. Se trataba de la Compañía de Jesús, convertida en un vivero de profesores expertos en varias ciencias y disciplinas. Su éxito se traduce en cifras: en el año 1600 los jesuitas regentaban 118 colegios en la Península y el número de estudiantes aumentó de 10.000 a 15.000.

El impacto de la avalancha estudiantil en la apacible sociedad urbana 

Los vecinos de las ciudades esperaban, no sabría decir si con expectación o con temor, el comienzo del curso. Los primeros días las calles aledañas eran pateadas por los estudiantes que salían a montar sus clásicas charadas. La tranquilidad y el sosiego de estos espacios solariegos del interior peninsular daban paso a la algarada juvenil que conmovía todo el vecindario. Se trataba de salir a “retular”, por la noche, portando antorchas y al son de una música que ellos mismos tocaban. También armaban revuelo las reyertas entre estudiantes y vecinos, o estudiantes de distintas facultades. Alfonso X el Sabio prohibió que fueran armados, aunque el odio en algunos casos era tal que buscaban, en la oscuridad de la noche, alguna ocasión para desquitarse de algún agravio y enfrascarse en peleas hasta sacar a relucir las espadas.

Pero también llegaban los momentos de sano júbilo, fundamentalmente en las ceremonias de clausura. La fachada del recinto aparecía tupida de mantos púrpura, color de la túnica que vestían los emperadores victoriosos y para dejar constancia de la hazaña lograda, pintaban sus iniciales en los sillares de granito con tinta que hacían con sangre de vaca mezclada con almagra y aceite. La solución era tan resistente que todavía hoy podemos admirar los epígrafes donde aparecían además de sus iniciales, la fecha conmemorativa y el monograma de la palabra VICTOR.

Clasismos universitarios

La Universidad fue “la alma Mater” que acogió en su seno a gente procedente de todos los rangos sociales, realmente hubo bastantes jóvenes que sufrieron para costearse sus estudios. Los nobles cumplieron con sus expectativas y dispusieron de una mejor educación, pero era más frecuente ver aquellos que el populacho denominó los “sopistas”, por estar obligados a pedir este alimento básico en conventos y monasterios y algún brasero que entibiara su frío. Acuñaron un distintivo que les identificó: la cuchara prendida en el pecho. A la misma calaña de buscavidas pertenecieron “los caballeros de la Tuna”  y  los “capigorrones”. Eran profesionales de la vida errante y licenciosa, robaban en las tiendas, en las huertas, engañaban con sus embustes a todo el que podían y pedían limosna en los caminos, jugaban a la pelota, a los bolos y de forma clandestina, a los dados y los naipes. Salían en grupo y formaban las “tunas” y tocaban música, con vihuelas, flautas, panderetas y guitarras. Por este camino, largo y turbulento, obtienen el tan ansiado grado, y en la memoria de los que llegaban a sentarse en la silla del poder, quedaban para siempre estos desagradables recuerdos. 'Trocada su hambre en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas y su dormir en una estera en reposar en holandas y damascos' apuntó Don Quijote.
  
Los nobles partían a iniciar la andanza universitaria con pajes, criados y caballos. Allí les esperaba para alojarse una casa propia y en las aulas siempre tenían los primeros bancos que los pajes se anticipaban a guardarles. Conscientes de la chusma que podrían encontrarse, los padres avisaban a un tutor privado para que instara al estudiante a dedicar los ratos de ocio a sanos ejercicios, que les enseñara las virtudes y las buenas costumbres en lugar de jugar a los naipes o frecuentar las tabernas como hacían sus semejantes. Sin embargo, no faltaron quienes desaprovecharan la oportunidad y sucumbieran a la vida disoluta. Rinconete y Cortadillo, con el dinero que tenían para iniciar con bastante holgura los estudios en Salamanca, desviaron la marcha y acabaron asociándose a una banda de delincuentes en Sevilla.

Régimen de pupilaje y camarería

Una manera de garantizar el alojamiento era sirviendo en casa de los bachilleres, licenciados como ellos en un futuro, dedicados a la causa instructora y de acogida. Estos señores se les conocía como pupileros y los estudiantes que pasaban a su tutela eran sus pupilos. Cedieron sus aposentos y garantizaron manutención, ambiente propicio al estudio y clases de refuerzo en los mejores casos, a cambio de servidumbre. Por ejemplo, el célebre cardenal Cisneros fue bachiller de pupilos en Salamanca.

Este sistema fue el precursor más directo de las actuales residencias universitarias, aunque según las crónicas, no llegaban a ser ni la mitad de confortables. Eran casas que lucían por su modestia y sordidez. La dieta era de mala calidad y encima si querían acceder a ellas, tenían que pasar una prueba escrita. Existen varias críticas a la situación en que vivían los pupilos, que ridiculizan a sus tutores por tacaños y mezquinos. Quevedo pinta con gracejo el tutor de don Pablos, protagonista de su aclamada novela “El Buscón”. Era una casa de la que decía que la comida era “eterna, sin principio ni fin”, el caldo muy claro y las cenas bastante sobrias dado que, según consejos del bachiller Cabra, era muy saludable para tener el estómago desocupado y aligerar el pensamiento. El señor Maestro de Pupilos que tuvo Guzmán de Alfarache, no andaba tampoco muy a la zaga:  

Se me hacía trabajoso, si me quisiese sujetar a la limitada y sutil ración de un señor maestro de pupilos, que había de mandar en casa, sentarse a cabecera de mesa, repartir la vianda para hacer pociones en los platos con aquellos dedazos y uñas corvas de largas como de un avestruz, sacando la carne a hebras, estendiendo la mientras de hojas de lechugas, rebanando el pan por evitar desperdicios. (…) En tiempo de invierno sacaba en un plago algunas pocas pasas, como si las quisieran sacar a enjugar. (…) Conservaba los huevos entre cenizas y sal para que no se dañasen y así se guardaran seis y siete meses. Solían entremeter algunas veces y siempre en verano un guisado de carnero, compraban de los huesos que sobraban a los pasteleros, que costaban poco y abultaban mucho. Libro III Capítulo IV

Decía que sólo el sabio como sabio aborrece los manjares por mejor poderse retirar a los estudios, que a los puercos y en los caballos estaba bien la gordura y a los hombres importaba ser enjutos, porque los gordos tienen por la mayor parte grueso el entendimiento, son torpes en andar, inválidos para pelear, inútiles para todo ejercicio, lo cual en los flacos era por el contrario. Les concedían al menos que no habían de ayunar hasta dejarse caer. Solía decir Marco Aurelio que los idiotas tienen dieta de libros y andaban hartos de comida. Idem.

Otro tipo de alojamiento era la camarería, estudiantes que se instalaban en una casa y ponían una sirvienta a su cuidado. La mayoría de los casos se pinta a esta mujer perezosa para el trabajo y más habilidosa en el hurto que en otros menesteres, “¡cómo limpian las arcas y qué sucias tienen las casas!, decía Guzmán.  El 'Mesón del Estudiante', cerca del puente romano de Salamanca, se especializó en acoger camaristas. Era un lugar idílico para tramar fechorías, mientras arrieros de toda España llegaban con dinero, ropas y alimentos que enviaban los padres desde tierra natal.

Indumentaria, costumbres y reglamento

La indumentaria era el distintivo que marcaba la pertenencia a según qué facultades o gremios dentro de la universidad. Todos se apropiaron de un color diferente. El azul celeste fue para Letras, azul turquesa para Ciencia, rojo para Derecho, amarillo para estudiantes de Medicina y el color púrpura para Teología. El atuendo consistía en una túnica al estilo de la toga jurídica. Los doctores lucían la medalla doctoral, además de unos guantes blancos y una pajarita. Sobre la cabeza ceñían un birrete y en la ceremonia de graduación lo adornaban con un borlón y unos flecos del mismo color que la facultad correspondiente. Los profesores lucían además la muceta, especie de capilla corta. Cuanto más vieja era la túnica más importancia tenía porque acreditaba los muchos años de estudio que tenía su propietario. Otros artilugios que iban siempre con ellos eran el cuerno del tintero y la pluma de ave para tomar apuntes.

Antes de inscribirse, lo primero que hacían era presentarse a las autoridades académicas, según ordenaban las constituciones de Martín V, en base a la legislación universitaria de 1422. Los estudiantes debían prestar juramento de obediencia al rector en un plazo de ocho días, bajo pena de ser expulsados.

Los dignatarios decretaron pena de excomunión para: los que movilizaran escándalos en la elección de autoridades y los que tuvieran prostitutas en casa. También les estaba prohibido llevar armas a las escuelas y como obligación especial, les impusieron asistir a los funerales, sermones y demás actos religiosos en la capilla universitaria. Cuando un alumno leía en voz alta, quien le diera la espalda era castigado con dos días encerrado en el calabozo, ya que las penas pecuniarias no surtían efecto. Después de la lectura, se iniciaba un debate, presidido por las reglas de la silogística aristotélica, consistente en defender y rebatir una tesis o “caso” concreto. La misma amonestación pendía sobre los que fueran sorprendidos jugando partidas de naipes. Más tarde, Alonso de Covarrubias modificó estos puntos y dejó al catedrático únicamente la licencia de reprenderle y corregirle.

El último día, el de la graduación, llegaba cargado de actos y festejos. Previamente, en la víspera, los futuros graduados daban un solemne paseo por las calles. Al día siguiente, la ceremonia propiamente dicha, luego la comida y por la tarde, la corrida de toros al son de las chirimías. La comida era opípara y servían variados y muy numerosos platos.

Travesuras, novatadas y demás vilezas

La picaresca invadió al colectivo estudiantil. Entre la ingente masa, no faltaron estereotipos de holgazanes, pendencieros, trotamundos y donjuanes, que sorteando la ley, soltaban rienda a su libertinaje. Pueden consultarse actas levantadas por profesores donde hicieron parte de riñas y reyertas. El dicho afirma que “los estudiantes salamantinos eran tan hábiles en estudiar Aristóteles como en esgrimir la espada”. Por muy lejana que parezca esta época, los jóvenes fueron, como todas las generaciones, impulsivos e intrépidos y pasaron a la historia, quizás por el gancho que tiene para los lectores crear personajes tan peculiares. El estudiante decente y pulcro, aunque le pese a la memoria del reino español, fue condenado al olvido.

Un clásico del primero año eran las novatadas, algunas bastante embarazosas. Don Pablos cuenta como le 'gargajearon' en la entrada del recinto o cómo recibió una somanta de palos mientras dormía en su casa de pupilos; el bárbaro juego del 'jincamorro', que consistía en esquivar un palo lanzado a los pies de los primerizos colocados en círculo, si por accidente adelantaban un pie. Otros tenían que hacer de obispillo y pronunciar discursos. Las bromas solían terminar cuando el novato invitaba a sus hostigadores a un banquete. Don Pablos cuenta como escapó 'nevado' de pies a cabeza y 'quisieron tras esto darle de pescozones, pero no había dónde sin llevarse en las manos la mitad del afeite de su negra capa, ya blanca por sus pecados'. Cuando llegó a su casa y se echó a la cama, 'le asentaron un azote con hijos en todas las espaldas cuando se levantó de un grito que había oído y no le quedó otro remedio que meterse debajo de la cama."

A la larga, el rencor les hizo coger afición a delinquir como ya hicieron los bellacos que se encontraron el primer año. Don Pablos, que tan mal lo pasó en sus inicios, confiesa que se transformó en un maleante y entre sus fechorías, cuenta cómo pasó a una confitería y robó un cofín de pasas, que “tomando vuelo, lo agarró y se lo llevó”. El confitero salió con otros vecinos y criados corriendo tras él, pero al doblar la esquina, encontró a un pobre desvalido sentado en el suelo, doliéndose de una pierna que le había pisado por accidente. Al verle colocado en la misma trayectoria del prófugo, le pregunta si ha visto a un joven de pasar corriendo, sin percatarse de que estaba ante sus narices, con sus pasteles ocultos bajo la capa. Más tarde, vacío de todo el pudor que le quedaba, asaltó la confitería con espada en mano, obligando al confitero pedir clemencia. El tormento que le causaba  su presencia era tal que no hacía nada para impedir que el villano diese una estocada a la caja que más le gustaba y saliera tranquilamente por la puerta. 

Ocio y esparcimiento

No sería justo resumir la vida del estudiante en episodios dantescos y pesimistas. Hay que decir que también había tiempo para asistir a actividades lúdicas como el teatro, los toros o el canto. También era frecuente verlos merodear por las casas de mancebía situadas a orillas del Tormes en Salamanca, eso sí, solo a partir de que finalizara la cuaresma, ya que durante esos cuarenta días, las autoridades municipales se encargaban de que las prostitutas no se codearan con los ciudadanos.

Desde luego, la fauna universitaria era de lo más variopinta, desde recogidos y aplicados, hasta liberales y juerguistas. Dondequiera que se halla el estudiante, aunque salga de casa con ánimo de recrearse a lo largo de la exuberante y fresca ribera, en ella reflexiona consigo mismo, rehuyendo la soledad. Los juegos, muy simples todos, congregaban camaradas de todo gremio estudiantil::

Si se quiere demandar una vez en el año, aflojando a el arco la cuerdo, haciendo travesuras con alguna bulla de amigos, ¿qué fiesta o regocijo se iguala con un correr de un pastel, rodar un melón, volar una tabla de turrón? 

Atravesar penurias era el designio que le deparaba al estudiante, víctima de las precariedades ocasionadas por un pueblo más preocupado por la guerra y mantener alejados a sus enemigos que por admirar intelectuales, a su parecer, muy dados a pasar largas horas divagando. Disponían de pocos elementos a su favor y probar a labrarse un futuro en los escaños de las aulas universitarias, les inducían a pelear por la supervivencia. La intercesión del Estado no era suficiente, pues de todos es conocida la bancarrota que sufrió el tesoro público español cuando fue partícipe de conflictos tanto en Europa como en Ultramar. Tan solo les quedaba aceptar las circunstancias y madurar pronto y mal, descubriendo de forma prematura los males que aquejaban a la sociedad. Pero esto no quería decir que no tuvieran apoyos, ya que un pequeño grupo de intelectuales estaba fraguando para detener mediante la palabra las actuaciones de los gobernantes, un colectivo que bien podríamos identificar con el germen del periodismo español. Francisco de Quevedo fue consciente del cambio y acertó en muchas sus críticas. Aquí rescato una cita que explica lo mucho que estimaba la labor que hacía y debió seguir haciendo la Universidad: 

En la ignorancia de los pueblos está el dominio de los príncipes, el estudio que les advierte les amonita (...) Príncipes, temed al que no tiene otra cosa que hacer sino imaginar y escribir