Haber
escrito sobre tan singular asunto me ha sugerido plantear una pregunta a esos
lectores que empujados por el aburrimiento han dejado un lapso de tiempo para
pasarse por aquí y valorar mi nueva entrada, ¿tiene sentido que los periodistas
divulguen leyendas halladas en el legado cultural de los pueblos que residen en
la geografía más profunda de un país? ¿son los sucesos reales contados a
partir de la experiencia los únicos que tienen cabida en los diarios?
Evidentemente el consumidor de prensa prefiere ahondar en informaciones que al
menos de soslayo sabe que van a truncar su circunstancia, llámese social,
económica o política. Sin embargo, no hay que olvidar que la prensa también
está al servicio de aquellos aventureros que se empeñan en romper horizontes y
desean, mediante la lectura, estudiar asuntos de naturaleza más exótica,
concebidos al margen de la rutina diaria. Yo admito ser uno de ellos y a veces
echo de menos artículos que extrapolen ideas a otras realidades y traten
disciplinas más afines a la región espiritual del hombre que habita bajo el
embozo del ciudadano obstinado por mezclarse en polémicas de la vida pública.
Más allá de relegar la prensa a un boletín informativo, existe una finalidad de
primer orden que consiste en movilizar voluntades y persuadir al ciudadano a
que analice, reflexione y actúe.
La obra de 'El Artista'
El enigma de
la “voz y la luz”
La prensa está inmersa en el aparato educacional y por
ello parece posible dedicar menos tiempo de lo aconsejable a cavilar o discutir
sobre si acudir a la ficción ofende al rigor exigible en la cobertura
periodística de los hechos. Precisamente en esta encrucijada la literatura
proporciona ideas sin necesidad de recoger impresiones visuales porque incluso
la libertad de crear en el inagotable paradigma de la imaginación permite introducir
más recursos para consolidar sus argumentos que cualquier crónica de cualquier
otro suceso, en todo sujeto como sabemos a los caprichos imprevisibles del azar.
Los fundadores de El Artista emprendieron la incombustible
obra difusora admirando, casi cantando, las proezas de los ilustres genios de
las artes que antaño colmaron de dicha el patrimonio cultural español, y
trabajaron por reinventar los canales de educación social predicando el
romanticismo a través de exultantes biografías que imprimían todas las semanas
en las primeras páginas de cada publicación. Velázquez, Juan de Herrera,
Calderón o Murillo fueron algunos de los nombres laureados. El motivo: ellos
rompieron moldes, elevaron el talento nacional a la máxima expresión y, por
tanto, fueron unos santos patrones que los colaboradores de esta revista
anduvieron buscando para inspirar sus artículos. Los artistas de la pluma
desenfadada del periodismo iluminados por sus particulares artistas mentores
estimularon entre el público la imaginación, sin límites ni censuras, frente a
los códigos clasicistas que llegaron a imponerse a lo largo de la
década absolutista y los primeros compases conservadores del reinado isabelino.
Si el contenido de esta revista exhibió algún repunte subversivo fue para las
academias que enseñaban solo a replicar el pasado, tal y como rezaban los
manuales. Este fragmento entresacado del artículo Un romántico, escrito por
Eugenio de Ochoa en la misma revista (I, p.36) muestra las disensiones habidas
entre las dos clases intelectuales.
Vemos con
harta frecuencia a muchos jóvenes de talento, sustituir, alucinados por falsas
teorías, la rutina y la tenacidad en el imitar, al estudio y la meditación, y
esto basta para ahogar las felices disposiciones. Pocos laureles puede coger la
juventud moderna en las sendas trilladas por los antiguos y se quiere sin
embargo que la juventud no salga de ellas. ¿Y qué resulta de esto? Que los
arquitectos reproducen exactamente los monumentos de la Grecia, que los poetas
trágicos, o repiten al pie de la letra los pensamientos de los antiguos, o
revisten con formas griegas o romanas asuntos de la historia moderna, ¡enorme
anacronismo!
Pero la obra podría quedar inconclusa, vacía de
entusiasmo social quiero decir, si no se hubiera explotado el efecto
propagandístico de las rotativas. L'Artist, su homónimo francés, confió en los
mismos poderes y sus colaboradores utilizaron espacio para cultivar un nuevo
género literario, la novela - folletín. Los vientos de modernidad que soplaban
de la Galia demostraron que la única preocupación realmente importante era la
de educar gente intelectualmente intrépida, dispuesta a pelear por sus
libertades dentro de éste amago regenaracionista. Lo de ‘amago’ lo digo porque
la revista expiró al año y medio de nacer, aunque luego en 1866 resurgiera para
agonizar otros dos años más. Una pena sobre todo porque los colaboradores
eludieron las molestas injerencias de la clase política.
El primer ejemplar salió a la luz el año 1835. A uno de
sus creadores, Eugenio de Ochoa, ya le reclamaron con anterioridad en Madrid
para comandar junto con otras eminencias la Biblioteca Nacional de Madrid
después de haber alcanzado la madurez intelectual en la Escuela de Artes y Oficios
de París, entre 1828 y 1834. A su entender, los españoles podían organizarse en
tres clases: el patriota, para quien todo lo extranjero es malo, el cosmopolita
que opina todo lo contrario y detesta lo español, y el sensato, que selecciona
lo bueno de ambos mundos. Su vida fue modelo de abnegación cristiana. Tenía por
costumbre contestar solamente a los estímulos que tocaban de lleno su corazón y
amuebló su casa en armonía con los modales de su familia para brindar a sus
invitados una conversación útil e instructiva. Estimó y mucho la obra de Victor
Hugo, Balzac y Dumas. Este último incluso le honró con alguna que otra visita.
El otro promotor del proyecto es Federico de Madrazo Era pintor de cámara de
Isabel II y como Ochoa, su cuñado por cierto, cursó Bellas Artes en París,
sufragado por una pensión estatal.
El encanto del cuento
Los cuentos de 'El Artista' tienen diversas prendas
que me han subyugado y han saciado el singular interés que tengo por inmiscuirme en
leyendas que fueron creadas para ensalzar la memoria de los pueblos. Me
pregunto si Valencia, Granada o La Mancha, por citar los lugares que mejor
conozco, habrían sido pregonadas por todo el orbe como destinos turísticos si
no hubiesen apadrinado las figuras ilustres del Cid, Washington Irving o Don
Quijote, cuyas peripecias han trascendido a epopeyas literarias de profundo
calado histórico. Los reyes de este santoral folklórico enorgullecen a los
feligreses que los veneran porque entre ambos mundos se ha establecido un lazo
de identificación. Pienso que se ha conseguido que hablar de la patria no tenga
sentido sin hablar al mismo tiempo del patrón.
Los escritores románticos precisamente pugnaron en estas
lides. Pusieron revistas, periódicos y pasquines al servicio del símbolo
antropológico. Pero aún
saliendo a los caminos en busca de jugosas leyendas, estos reporteros del mito
no desdeñaron el voto de objetividad en sus trabajos que juraron a su publico.
Aunque volviesen a sus casas pertrechados de palpitantes fantasías, debieron
resistir la tentación de hiperbolizar la historia sin agregar más decoro del
que ponían los informantes. Los románticos eran auténticos anacoretas,
entendidos en un sinfín de minucias sobre las cuales no tenían reparo en verter
ríos y ríos de tinta. La sensibilidad hacia lo que por extravagante no se había
puesto en valor, otorgaron a la leyenda la dicha que mereció propagándola por
escrito a la sociedad.
Ellos buscaban los cuentos cuando holgaban en ratos de
ocio y esparcimiento y abandonaban por unos días los hábitos neuróticos de la
redacción. Eran jornadas de descanso que consistían simplemente en pasear por
un lugar y dejar que el destino hiciera el resto. Si alguien los convidaba a
cenar, tenían que aguzar el oído por si los comensales arrancaban a contar una
de sus historietas. Elegían el destino del viaje por seguir las recomendaciones
de un amigo o por visitar algún pariente de esos que despidieron en sus aldeas
natales cuando partieron a las ciudades en busca de fortuna y planes de futuro.
Una vez allí, era cuestión de esperar. El escritor no andaba a la caza de
historias, escribía porque las había encontrado y estaba seguro de que valía la
pena contarlas.
Francamente, el cuentacuentos, encarnado para nosotros en
la figura del periodista, tiene oportunidad de esgrimir frente a otros géneros
las armas de los elementos formales. La parábola, las adjetivaciones, los
diálogos, el lenguaje descriptivo, son recursos que confieren una baza
persuasiva bastante eficaz. Si no, cuantas veces hemos solicitado la ayuda de
los ejemplos para ilustrar nuestras creencias. Entra mejor en el entendimiento
e impide el desvío de la atención una enseñanza a la cual se han adjuntado
imágenes literarias, como hizo la astuta princesa Scherezade que aplacó la ira
del sultán contándole un relato durante mil y una noches hasta conseguir que
anulara la sentencia de muerte que pesaba sobre ella.
Al romántico le ha provocado mucha desazón la llegada a
destiempo de la muerte. Jóvenes como ellos que llevan su inconformidad hasta
límites insospechados son víctimas fáciles de la tragedia y el melodrama.
Semejantes desgracias estremecen al lector y más cuando a medida que avanza el
relato pasa de la armonía a la catástrofe visitando ambientes tenebrosos como
si paulatinamente retrocediera de la primavera al invierno. Predomina el
carácter histórico y las parejas de enamorados encontradas con multitud de
agentes hostiles. Cuanto más increíble, más atractivo resulta, por eso no es
raro ver confesiones de lo que los rumores populares han hecho por embellecer
la estética narrativa.
Resulta muy inquietante ver un castillo asolado, derruido y levantado en lo
alto de un peñasco frío, contrario al desarrollo de la vida. Está situado en
Sierra Nevada y se alza bastante lejos de la percepción que los mortales tenían
en aquella época. Hasta la vegetación tiene dificultades para conquistar el
terreno, un campo de arena negruzco. No
hay allí ni una cabaña en que reposar la vista, ni una flor que alegre el
corazón. . No queda claro si
la fortaleza acogió a los primeros fieles cristianos de Hispania que huían de
los pretores romanos. Pero el motivo por el que se le ha negado el calor
humano, nadie se atreve a revelarlo con certeza, pues, realmente Eugenio de Ochoa, autor del cuento, lo que
persigue no es el descubrimiento científico. Un cuento, sin aderezarlo de
esta guisa, pasaría por una de esas fábulas que solo abanderan una determinada
norma moral, una enseñanza pedagógica desprovista de la sal del misterio
Refiere la
tradición popular, que como enemiga de todo lo que pasa según el orden natural
de las cosas, nunca deja de adornar a su modo cuanto cae por desgracia entre
sus manos, mil aventuras a cual más terribles y absurdas relativas a aquel
venerable edificio
El aspecto lúgubre del castillo suscita muchas opiniones.
Es algo que no puede resistir el vecino que se siente dueño de esta mole de
piedra por estar ubicada en su hábitat. Los lugareños se sienten arrendadores
suyos y por tanto, de cara al viajante, tienen derecho a construir diversas
pero respetables versiones de los hechos. Hablan sin cesar y pugnan por
defender sus conjeturas. Pero por supuesto, el periodista elige la historia que
mejor obedece a sus propósitos.
Así refieren los aldeanos ‘El Castillo del Espectro’. Un
señor tirano, déspota y consentido infringía todo tipo de violencias y desmanes
sobre los súbditos. Devastaba campos y robaba esposas siempre que alguien
hablaba en desdoro de las órdenes que dictaba. Un día se le antojó arrancar de
los brazos de su padre, como si de un trofeo se tratase, a una hermosa joven
que ya estaba prometida con otro mozo. El rapto de Irene lo hace sin piedad,
apostando algunos soldados en el bosquecillo que solía atravesar todos los
días. El cielo brama y las nubes descargan truenos como avisando de la tragedia
que se avecina. Después del rapto, la joven es encerrada en las mazmorras del
castillo y los crueles soldados lo festejan entre griteríos, cánticos y vino a
raudales. A los estampidos de los truenos, los soldados responden con
estridentes brindis.
Pero los soldados, en el ínterin de su alborozo, abren la
puerta para recibir a un pobre anciano empapado de agua. Era un trovador y
buscaba asilo. El señor acepta y le invita a enjugar sus ropas en la chimenea y
tomar alimentos a cambio de recitar alguna canción. Pero a los primeros versos,
los soldados caen rendidos en un profundo sopor, también embriagados por la
música que emitía la lira que acompañaba a la pieza. La sala del banquete tiene
cierto aspecto diabólico con los leños que arden en la chimenea. Entonces se asegura de que duermen, se
quita la capa, arroja la lira, ‘se arma de resolución’ y con dos puñales
comienza a descargar heridas mortales con la rapidez del rayo. Los soldados
oponen débil resistencia y apenas hacen uso de sus armas. Luego se dirige a
cruzar espada con el Señor, que diezmado por los golpes, cae al suelo y lo ata
de pies y manos, como un embutido. Con la rodilla y un puñal en el pecho, le
obliga declarar donde tiene encerrada a la hermosa prisionera. Abre la celda,
libera a Irene y al Señor, que no para de soltar improperios, lo arroja por la
ventana y cae al torrente de agua que discurre en torno al castillo.
El joven sale con su esposa a celebrar las bodas, pero el
destino le aguarda una desgracia. Para el tan ansiado evento, eligen su ‘teatro
de la gloria’, es decir, las afueras del castillo, pero el ritual cesa cuando
de súbito sale un rugido ensordecedor del foso y un guantelete de hierro
emerge, asiendo a Irene del brazo y precipitando su cuerpo a las frías aguas.
El otro contrayente, para salvarla, forcejea desde atrás, pero una fuerza
superior arrastra a los recién casados y caen al abismo. Aún se dice que la luz
misteriosa que asoma tras las ventanas es la de su alma, condenada a andar
errante por los aposentos de la fortaleza. 12 de enero de 1835, Eugenio de
Ochoa fecit.
Contexto de cambio
Los vaivenes del estado social quedan inexorablemente
impresos en la producción literaria. Para llegar a un entendimiento lógico del
texto, el primer aspecto que se estudia es el contexto histórico y la manera en
que los hechos políticos inciden en el transcurso del argumento. El segundo
tercio del siglo XIX español está turbado por el despotismo militar, cuando el
ejército se apoderó del bastón de mando, ejercía un control férreo sobre los
círculos de opinión pública y cohibían a los escritores con miras progresistas,
que accedían con resignación a publicar según las normas que sancionaban estos
advenedizos gobernadores. La libertad, afirma Ochoa en el prólogo de la
revista, aplicada a la literatura es lo que la gente de juicio entiende por
romanticismo. El proyecto toma tintes revolucionarios por el deseo desenfrenado
de libertad y la ruptura con el pasado se hace evidente, aun más cuando son
jóvenes voluntariosos los que capitanean el cambio. Juventud y modernidad son
dos conceptos que se oponen al pasado más asociado al sometimiento
político.
Tanto es así que el término peyorativo clasiquista sale a colación para designar a
los academicistas rectores del talento artístico que tenían por apóstoles a los
sempiternamente estudiados Aristóteles y Horacio. Lo que ellos hicieron y
critica el romántico es dejar en manos de un ser omnipotente e indiscutible, y
a unos dioses insolentes y antojadizos el destino de los hombres. El romántico,
aunque instruido en la fe cristiana, subraya la perfección de las artes y el
alcance del ser humano como criatura más perfecta enviada por Dios en la
tierra. El hombre no es un
materialismo mecánico, es una creación sublime de la divinidad, señala Ochoa de nuevo en el prólogo,
esta vez sin escatimar en hermanar al rutinero con el clasiquista, ambos
incapaces de creer en los adelantos de las artes o en los progresos de la
inteligencia. Los clasiquistas fueron vehementes en negar que todo cuanto fluye
está sujeto a las leyes naturales del movimiento.