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lunes, 24 de marzo de 2014

El efecto del cuento en la prensa romántica: El Artista y su Castillo del Espectro

            Haber escrito sobre tan singular asunto me ha sugerido plantear una pregunta a esos lectores que empujados por el aburrimiento han dejado un lapso de tiempo para pasarse por aquí y valorar mi nueva entrada, ¿tiene sentido que los periodistas divulguen leyendas halladas en el legado cultural de los pueblos que residen en la geografía más profunda de un país? ¿son los sucesos reales contados a partir de la experiencia los únicos que tienen cabida en los diarios? Evidentemente el consumidor de prensa prefiere ahondar en informaciones que al menos de soslayo sabe que van a truncar su circunstancia, llámese social, económica o política. Sin embargo, no hay que olvidar que la prensa también está al servicio de aquellos aventureros que se empeñan en romper horizontes y desean, mediante la lectura, estudiar asuntos de naturaleza más exótica, concebidos al margen de la rutina diaria. Yo admito ser uno de ellos y a veces echo de menos artículos que extrapolen ideas a otras realidades y traten disciplinas más afines a la región espiritual del hombre que habita bajo el embozo del ciudadano obstinado por mezclarse en polémicas de la vida pública. Más allá de relegar la prensa a un boletín informativo, existe una finalidad de primer orden que consiste en movilizar voluntades y persuadir al ciudadano a que analice, reflexione y actúe.
La prensa está inmersa en el aparato educacional y por ello parece posible dedicar menos tiempo de lo aconsejable a cavilar o discutir sobre si acudir a la ficción ofende al rigor exigible en la cobertura periodística de los hechos. Precisamente en esta encrucijada la literatura proporciona ideas sin necesidad de recoger impresiones visuales porque incluso la libertad de crear en el inagotable paradigma de la imaginación permite introducir más recursos para consolidar sus argumentos que cualquier crónica de cualquier otro suceso, en todo sujeto como sabemos a los caprichos imprevisibles del azar.



La obra de 'El Artista'
Los fundadores de El Artista emprendieron la incombustible obra difusora admirando, casi cantando, las proezas de los ilustres genios de las artes que antaño colmaron de dicha el patrimonio cultural español, y trabajaron por reinventar los canales de educación social predicando el romanticismo a través de exultantes biografías que imprimían todas las semanas en las primeras páginas de cada publicación. Velázquez, Juan de Herrera, Calderón o Murillo fueron algunos de los nombres laureados. El motivo: ellos rompieron moldes, elevaron el talento nacional a la máxima expresión y, por tanto, fueron unos santos patrones que los colaboradores de esta revista anduvieron buscando para inspirar sus artículos. Los artistas de la pluma desenfadada del periodismo iluminados por sus particulares artistas mentores estimularon entre el público la imaginación, sin límites ni censuras, frente a los códigos clasicistas que llegaron a imponerse a lo largo de la década absolutista y los primeros compases conservadores del reinado isabelino. Si el contenido de esta revista exhibió algún repunte subversivo fue para las academias que enseñaban solo a replicar el pasado, tal y como rezaban los manuales. Este fragmento entresacado del artículo Un romántico, escrito por Eugenio de Ochoa en la misma revista (I, p.36) muestra las disensiones habidas entre las dos clases intelectuales. 


Vemos con harta frecuencia a muchos jóvenes de talento, sustituir, alucinados por falsas teorías, la rutina y la tenacidad en el imitar, al estudio y la meditación, y esto basta para ahogar las felices disposiciones. Pocos laureles puede coger la juventud moderna en las sendas trilladas por los antiguos y se quiere sin embargo que la juventud no salga de ellas. ¿Y qué resulta de esto? Que los arquitectos reproducen exactamente los monumentos de la Grecia, que los poetas trágicos, o repiten al pie de la letra los pensamientos de los antiguos, o revisten con formas griegas o romanas asuntos de la historia moderna, ¡enorme anacronismo!


Pero la obra podría quedar inconclusa, vacía de entusiasmo social quiero decir, si no se hubiera explotado el efecto propagandístico de las rotativas. L'Artist, su homónimo francés, confió en los mismos poderes y sus colaboradores utilizaron espacio para cultivar un nuevo género literario, la novela - folletín. Los vientos de modernidad que soplaban de la Galia demostraron que la única preocupación realmente importante era la de educar gente intelectualmente intrépida, dispuesta a pelear por sus libertades dentro de éste amago regenaracionista. Lo de ‘amago’ lo digo porque la revista expiró al año y medio de nacer, aunque luego en 1866 resurgiera para agonizar otros dos años más. Una pena sobre todo porque los colaboradores eludieron las molestas injerencias de la clase política.  

El primer ejemplar salió a la luz el año 1835. A uno de sus creadores, Eugenio de Ochoa, ya le reclamaron con anterioridad en Madrid para comandar junto con otras eminencias la Biblioteca Nacional de Madrid después de haber alcanzado la madurez intelectual en la Escuela de Artes y Oficios de París, entre 1828 y 1834. A su entender, los españoles podían organizarse en tres clases: el patriota, para quien todo lo extranjero es malo, el cosmopolita que opina todo lo contrario y detesta lo español, y el sensato, que selecciona lo bueno de ambos mundos. Su vida fue modelo de abnegación cristiana. Tenía por costumbre contestar solamente a los estímulos que tocaban de lleno su corazón y amuebló su casa en armonía con los modales de su familia para brindar a sus invitados una conversación útil e instructiva. Estimó y mucho la obra de Victor Hugo, Balzac y Dumas. Este último incluso le honró con alguna que otra visita. El otro promotor del proyecto es Federico de Madrazo Era pintor de cámara de Isabel II y como Ochoa, su cuñado por cierto, cursó Bellas Artes en París, sufragado por una pensión estatal. 




El encanto del cuento
Los cuentos  de 'El Artista' tienen diversas prendas que me han subyugado y han saciado el singular interés que tengo por inmiscuirme en leyendas que fueron creadas para ensalzar la memoria de los pueblos. Me pregunto si Valencia, Granada o La Mancha, por citar los lugares que mejor conozco, habrían sido pregonadas por todo el orbe como destinos turísticos si no hubiesen apadrinado las figuras ilustres del Cid, Washington Irving o Don Quijote, cuyas peripecias han trascendido a epopeyas literarias de profundo calado histórico. Los reyes de este santoral folklórico enorgullecen a los feligreses que los veneran porque entre ambos mundos se ha establecido un lazo de identificación. Pienso que se ha conseguido que hablar de la patria no tenga sentido sin hablar al mismo tiempo del patrón.

Los escritores románticos precisamente pugnaron en estas lides. Pusieron revistas, periódicos y pasquines al servicio del símbolo antropológicoPero aún saliendo a los caminos en busca de jugosas leyendas, estos reporteros del mito no desdeñaron el voto de objetividad en sus trabajos que juraron a su publico. Aunque volviesen a sus casas pertrechados de palpitantes fantasías, debieron resistir la tentación de hiperbolizar la historia sin agregar más decoro del que ponían los informantes. Los románticos eran auténticos anacoretas, entendidos en un sinfín de minucias sobre las cuales no tenían reparo en verter ríos y ríos de tinta. La sensibilidad hacia lo que por extravagante no se había puesto en valor, otorgaron a la leyenda la dicha que mereció propagándola por escrito a la sociedad. 
Ellos buscaban los cuentos cuando holgaban en ratos de ocio y esparcimiento y abandonaban por unos días los hábitos neuróticos de la redacción. Eran jornadas de descanso que consistían simplemente en pasear por un lugar y dejar que el destino hiciera el resto. Si alguien los convidaba a cenar, tenían que aguzar el oído por si los comensales arrancaban a contar una de sus historietas. Elegían el destino del viaje por seguir las recomendaciones de un amigo o por visitar algún pariente de esos que despidieron en sus aldeas natales cuando partieron a las ciudades en busca de fortuna y planes de futuro. Una vez allí, era cuestión de esperar. El escritor no andaba a la caza de historias, escribía porque las había encontrado y estaba seguro de que valía la pena contarlas.

Francamente, el cuentacuentos, encarnado para nosotros en la figura del periodista, tiene oportunidad de esgrimir frente a otros géneros las armas de los elementos formales. La parábola, las adjetivaciones, los diálogos, el lenguaje descriptivo, son recursos que confieren una baza persuasiva bastante eficaz. Si no, cuantas veces hemos solicitado la ayuda de los ejemplos para ilustrar nuestras creencias. Entra mejor en el entendimiento e impide el desvío de la atención una enseñanza a la cual se han adjuntado imágenes literarias, como hizo la astuta princesa Scherezade que aplacó la ira del sultán contándole un relato durante mil y una noches hasta conseguir que anulara la sentencia de muerte que pesaba sobre ella.

Al romántico le ha provocado mucha desazón la llegada a destiempo de la muerte. Jóvenes como ellos que llevan su inconformidad hasta límites insospechados son víctimas fáciles de la tragedia y el melodrama. Semejantes desgracias estremecen al lector y más cuando a medida que avanza el relato pasa de la armonía a la catástrofe visitando ambientes tenebrosos como si paulatinamente retrocediera de la primavera al invierno. Predomina el carácter histórico y las parejas de enamorados encontradas con multitud de agentes hostiles. Cuanto más increíble, más atractivo resulta, por eso no es raro ver confesiones de lo que los rumores populares han hecho por embellecer la estética narrativa.


El enigma de la “voz y la luz”

            Resulta muy inquietante ver un castillo asolado, derruido y levantado en lo alto de un peñasco frío, contrario al desarrollo de la vida. Está situado en Sierra Nevada y se alza bastante lejos de la percepción que los mortales tenían en aquella época. Hasta la vegetación tiene dificultades para conquistar el terreno, un campo de arena negruzco. No hay allí ni una cabaña en que reposar la vista, ni una flor que alegre el corazón. . No queda claro si la fortaleza acogió a los primeros fieles cristianos de Hispania que huían de los pretores romanos. Pero el motivo por el que se le ha negado el calor humano, nadie se atreve a revelarlo con certeza, pues, realmente Eugenio de Ochoa, autor del cuento, lo que persigue no es el descubrimiento científico. Un cuento, sin aderezarlo de esta guisa, pasaría por una de esas fábulas que solo abanderan una determinada norma moral, una enseñanza pedagógica desprovista de la sal del misterio

Refiere la tradición popular, que como enemiga de todo lo que pasa según el orden natural de las cosas, nunca deja de adornar a su modo cuanto cae por desgracia entre sus manos, mil aventuras a cual más terribles y absurdas relativas a aquel venerable edificio

El aspecto lúgubre del castillo suscita muchas opiniones. Es algo que no puede resistir el vecino que se siente dueño de esta mole de piedra por estar ubicada en su hábitat. Los lugareños se sienten arrendadores suyos y por tanto, de cara al viajante, tienen derecho a construir diversas pero respetables versiones de los hechos. Hablan sin cesar y pugnan por defender sus conjeturas. Pero por supuesto, el periodista elige la historia que mejor obedece a sus propósitos. 

Así refieren los aldeanos ‘El Castillo del Espectro’. Un señor tirano, déspota y consentido infringía todo tipo de violencias y desmanes sobre los súbditos. Devastaba campos y robaba esposas siempre que alguien hablaba en desdoro de las órdenes que dictaba. Un día se le antojó arrancar de los brazos de su padre, como si de un trofeo se tratase, a una hermosa joven que ya estaba prometida con otro mozo. El rapto de Irene lo hace sin piedad, apostando algunos soldados en el bosquecillo que solía atravesar todos los días. El cielo brama y las nubes descargan truenos como avisando de la tragedia que se avecina. Después del rapto, la joven es encerrada en las mazmorras del castillo y los crueles soldados lo festejan entre griteríos, cánticos y vino a raudales. A los estampidos de los truenos, los soldados responden con estridentes brindis.

Pero los soldados, en el ínterin de su alborozo, abren la puerta para recibir a un pobre anciano empapado de agua. Era un trovador y buscaba asilo. El señor acepta y le invita a enjugar sus ropas en la chimenea y tomar alimentos a cambio de recitar alguna canción. Pero a los primeros versos, los soldados caen rendidos en un profundo sopor, también embriagados por la música que emitía la lira que acompañaba a la pieza. La sala del banquete tiene cierto aspecto diabólico con los leños que arden en la chimenea. Entonces se asegura de que duermen, se quita la capa, arroja la lira, ‘se arma de resolución’ y con dos puñales comienza a descargar heridas mortales con la rapidez del rayo. Los soldados oponen débil resistencia y apenas hacen uso de sus armas. Luego se dirige a cruzar espada con el Señor, que diezmado por los golpes, cae al suelo y lo ata de pies y manos, como un embutido. Con la rodilla y un puñal en el pecho, le obliga declarar donde tiene encerrada a la hermosa prisionera. Abre la celda, libera a Irene y al Señor, que no para de soltar improperios, lo arroja por la ventana y cae al torrente de agua que discurre en torno al castillo.
El joven sale con su esposa a celebrar las bodas, pero el destino le aguarda una desgracia. Para el tan ansiado evento, eligen su ‘teatro de la gloria’, es decir, las afueras del castillo, pero el ritual cesa cuando de súbito sale un rugido ensordecedor del foso y un guantelete de hierro emerge, asiendo a Irene del brazo y precipitando su cuerpo a las frías aguas. El otro contrayente, para salvarla, forcejea desde atrás, pero una fuerza superior arrastra a los recién casados y caen al abismo. Aún se dice que la luz misteriosa que asoma tras las ventanas es la de su alma, condenada a andar errante por los aposentos de la fortaleza. 12 de enero de 1835, Eugenio de Ochoa fecit


 Contexto de cambio
          Los vaivenes del estado social quedan inexorablemente impresos en la producción literaria. Para llegar a un entendimiento lógico del texto, el primer aspecto que se estudia es el contexto histórico y la manera en que los hechos políticos inciden en el transcurso del argumento. El segundo tercio del siglo XIX español está turbado por el despotismo militar, cuando el ejército se apoderó del bastón de mando, ejercía un control férreo sobre los círculos de opinión pública y cohibían a los escritores con miras progresistas, que accedían con resignación a publicar según las normas que sancionaban estos advenedizos gobernadores. La libertad, afirma Ochoa en el prólogo de la revista, aplicada a la literatura es lo que la gente de juicio entiende por romanticismo. El proyecto toma tintes revolucionarios por el deseo desenfrenado de libertad y la ruptura con el pasado se hace evidente, aun más cuando son jóvenes voluntariosos los que capitanean el cambio. Juventud y modernidad son dos conceptos que se oponen al pasado más asociado al sometimiento político. 
Tanto es así que el término peyorativo clasiquista sale a colación para designar a los academicistas rectores del talento artístico que tenían por apóstoles a los sempiternamente estudiados Aristóteles y Horacio. Lo que ellos hicieron y critica el romántico es dejar en manos de un ser omnipotente e indiscutible, y a unos dioses insolentes y antojadizos el destino de los hombres. El romántico, aunque instruido en la fe cristiana, subraya la perfección de las artes y el alcance del ser humano como criatura más perfecta enviada por Dios en la tierra. El hombre no es un materialismo mecánico, es una creación sublime de la divinidad, señala Ochoa de nuevo en el prólogo, esta vez sin escatimar en hermanar al rutinero con el clasiquista, ambos incapaces de creer en los adelantos de las artes o en los progresos de la inteligencia. Los clasiquistas fueron vehementes en negar que todo cuanto fluye está sujeto a las leyes naturales del movimiento