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jueves, 16 de mayo de 2013

"Si breve fue el placer, largo será el padecer", El Séptimo Sello (1957) Ingmar Bergman

I. El contexto de las Cruzadas

El período histórico conocido como Plena Edad Media finaliza con el advenimiento de la crisis del siglo XIV. Una serie de problemas coyunturales complican el bienestar de los cristianos asentados en suelo europeo. Malas cosechas, hambrunas, brotes epidémicos, vaivenes climáticos y la amenaza de los enemigos de la Guerra Santa que aprovechan éstas debilidades para lanzar incursiones militares, podrían constituir los principales. Neutralizar todos ellos desemboca en un agotamiento del orden feudal en algunos reinos para dar la bienvenida al sistema capitalista burgués.

El cariz caótico que toma la situación hace que la clase intelectual, afincada en universidades y monasterios, los únicos centros de estudio existentes, se obstine por averiguar si alguna conducta impía  generalizada ha enojado tanto al Señor para que decidiera dictar castigo tan severo. Con éste propósito nacen hermandades clericales y órdenes mendicantes que transitan por templos, plazas y lugares concurridos, pronunciando sermones de contenido catastrofista con objeto de condicionar la opinión pública y apremiar al fiel a cumplir con los cánones penitenciarios establecidos. De repente cayeron en la certeza de que el riesgo de perecer por hambre o por contagio de alguna enfermedad, implica observar imperiosa la necesidad de pedir clemencia divina.

Puesta al corriente de lo que sucedía, la Santa Sede torna a conceder indulgencias a los súbditos que desearan cumplir con unos objetivos comunes. Invita a olvidar las disputas internas y congregar voluntades en torno a una sola empresa salvífica. La Curia cree que estos infortunios crecen alimentándose de los separatismos políticos, que al parecer ya comenzaron a gestarse tras las escisiones territoriales del imperio carolingio.

Dos amenazas principales turbaron especialmente el equilibrio europeo: por un lado, las comunidades integristas norteafricanas - almorávides y almohades - que cruzan sedientos de poder el estrecho hacia la conquista de los reinos andalusíes; por otro, las hordas bereberes de Oriente Próximo, convertidas al Islam que cristalizan en el naciente Imperio Turco, dispuesto a avanzar expedito a tomar Jerusalén y Constantinopla. Por primera vez, soldados procedentes de todos los confines acuden a la llamada de una campaña militar motivados por la fe,  que hermana pueblos y solapa rivalidades. 






II. Vida religiosa - militar

Entre aquellos ejércitos que salen con la venia papal, ingresaron Antonio Block y su escudero Juan, los personajes centrales de esta película. A diferencia de la inmensa mayoría que perece en combate, ellos logran salvar sus vidas y regresar a sus casas. Cuando concluyen su travesía por mar y desembarcan extenuados, se subliman y plantan sus rodillas en la fina arena de la playa, besándola con ansiedad, después de haber peleado diez años asfixiados por el polvo abrasador del desierto. Ambos son héroes que merecen los honores propios de esos valientes caballeros que elogiaron los trovadores en sus canciones, por haber defendido una causa noble.

Pero la experiencia, si allí los unió, en su tierra natal los separa, pues de la guerra sacan enseñanzas muy contradictorias. Antonio vigoriza su fe, agradece haber salvado la vida en aquel infierno y siente la obligación de saldar una deuda con el tribunal penitenciario.  Juan, en cambio, dotado de gran lucidez, maldice insolente sobre los estereotipos dogmáticos e hipostata, abrazando un fuerte escepticismo. Aprende a confiar en su sentido de la justicia y se olvida de sutilezas religiosas. Algunos desamparados, víctimas de abusos y actos de bandidaje que tanto proliferan en tiempos de crisis, encuentran por fortuna a éste nuevo héroe, vasallo del pragmatismo y la razón, que los ayuda, empleando la violencia si es preciso, cuando verborreico no espeta todas las blasfemias que se le ocurren al punto. Por tanto, juntos corren aventuras, pero siguen caminos divergentes y opuestos. El final, que queda anunciado desde muy pronto, está próximo y quieren averiguar cuales serán sus respectivos paraderos. Antonio abriga la esperanza de acabar en el Reino de Dios, pero no está seguro y la incógnita le obsesiona "yo quiero entender, no creer", le pesa haber sido tan necio de abandonar su hacienda y sus familiares por servir en las misiones de Tierra Santa. Juan, en cambio, acepta perderse cuando muera en el abismo de la Nada.





III. Destinos ineludibles

El director introduce un enfoque peculiar del tema de la muerte. La personifica en un hombre escuálido, de rostro libidinoso y embozado en espesos ropajes negros. Lejos de parecer un espíritu cruel y perverso, lo que destaca en él es un cierto deje socarrón, al estilo bufón de comedia, que aparejado a su semblante esperpéntico consigue simpatizar con el espectador y tocar una nota humorística en esta historia que al fin y al cabo rebosa melodrama. Él sabe que nadie puede huir de sus propios designios y que no actúa deliberadamente, pues sólo es un emisario portador de noticias ya consabidas. Esta es la explicación de porqué no puede evitar burlarse de los hombres incrédulos que pretenden demorar en vano el momento fatídico.  Uno de estos incrédulos es el caballero cruzado que insiste en desvelar mediante la fe si al creyente le depara esa eternidad gloriosa prometida.  

Mientras el regocijo de la Muerte aumenta sin parangón y juega con sus emociones, invitándole a jugar una partida de ajedrez. El cruzado logra ver una jugada infalible, imposible de cazar incluso para los grandes maestros. Sin embargo, el espectro, cual pícaro, recurre al arte del embuste y sustrae esta información dentro del confesionario, donde el infeliz cree estar reconciliando con su sacerdote. Por culpa de esta celada, el cruzado se entrega, da por perdida la partida. Era su hora, estaba escrito.






IV. El purgatorio protestante

El ascenso al purgatorio es una cuestión que viene polarizada por dos premisas claramente antitéticas: Antonio Block y el pueblo, más cercano el primero a posturas protestantes. Roma legitima una forma de permutar los pecados y obtener la remisión plena, ofreciendo la oportunidad de prestar servicio militar en las Cruzadas. Quienes permanecieron en tierra patria, son igualmente congraciados a cambio de hacer obras de caridad u ofrecer algún exvoto. El miedo al castigo divino obliga a los pobres aldeanos a evocar las penurias de la Pasión en el macabro séquito procesional que irrumpe en la plaza del pueblo. Los clérigos que la conducen, entre vapores de hisopos pendulares y alaridos de angustia y desesperación, suben a un improvisado estrado y se prodigan en ensordecedoras exhortaciones a la expiación. 

Estos actos multitudinarios, a ojos del cruzado, no salen del escándalo, de parafernalia fuera de lugar y poco se parece a su concepto penitenciario, más cercano a la contrición,  a la meditación profunda. Su conducta concuerda con el creyente traslucido en las tesis protestantes, enfrentado consigo mismo que solicita indulgencias en virtud de la intercesión divina y no terrenal. El cruzado exige respuestas, quiere despejar su conciencia de las burdas maquinaciones humanas que antaño obedeció.

La crítica que expresa el film queda patente cuando el escudero encuentra al clérigo que con sus patrañas le persuadió para enrolarse en la Cruzada. Aparece expoliando una víctima de la peste porque malvive de las ropas y los despojos personales que quedan esparcidos por los caminos desde que perdió su cargo eclesiástico. El destino de un hombre infame no podía ser otro.






V. Epidemias y Apocalipsis

En la parroquia hay una pintura mural que retrata de manera gráfica el horror del pueblo ante el avance desmedido de la peste. Los efectos, según están reflejados, son espantosos: los miembros se contraen bruscamente en un paroxismo final,  haciendo a la víctima expulsar los vómitos en forma de espumarajos y deja la piel llena de bubones. Por ser una etapa naciente en la historia del arte, las figuras aún aparecen esquematizadas, aunque suficientemente expresivas.  Juan recorre la escena con toda la naturalidad de alguien que ha visto a mucha gente padecer por los estragos de la guerra.

Los tribunales heréticos también hacen acto de presencia. Al salir de la iglesia, Block se topa con una turba, de seglares y monjes ordenados, que transportan enjaulada a una muchacha endemoniada, camino de la villa más próxima. Allí la atan a un poste rodeado de ramas secas, dispuestas a arder en llamas. Sin embargo, el cruzado, que ha seguido la marcha hasta el final, se acerca y pide que le diga cómo se puede hablar con el diablo. Él piensa que nadie mejor conoce a Dios que quien eternamente rivaliza con Él por gobernar el mundo. Ella confiesa que eligió esclavizarse para tener a su alcance todos los placeres que deseara. Se jacta de haber sido poseída y no ser dueña de sus acciones. No obstante, y a pesar de todo, el cruzado se apiada y le vierte en el gaznate un suero que abotarga sus sentidos antes de morir carbonizada.

VI. Salvados por la fe

En la misma red evangelizadora de la Iglesia están las compañías de teatro, representantes más bien de episodios religiosos.  José, María, su hijo y sus compañeros actores, viajan de pueblo en pueblo, a bordo de un carromato destartalado, interpretando y haciendo de misioneros. Uno de ellos, el más dicharachero, propone brindar más diversión al público, meterse en la piel de personajes más picarescos u obscenos, aunque se tope con censores eclesiásticos. José, en cambio, cumple con los mandatos que rigen la vida cristiana, tanto que tiene experiencias místicas y el poder de ver más allá de lo meramente sensorial. La Virgen enseñando a su hijo andar por un prado o la famosa partida de ajedrez del cruzado, son cosas que a todos se les escapa menos a él.

Con ellos viaja Jonás, un hombre soberbio, mujeriego, vacío de sentimientos, que posiblemente se sube a los escenarios para llenar sus arcas. Si pegamos este carácter a un rostro barbado de sonrisa desdentada, tenemos la personificación más grotesca que jamás se haya hecho de un juglar. Es un pícaro que lleva un tonel por barriga. Pero su fortuna acaba cuando el cornudo marido de su amante lo encuentra entre los matorrales del bosque sueco. El juglar finge arrepentirse y hace como que se ensarta un puñal en el pecho y cae desplomado en un montículo de hojas secas. Verle tendido en el suelo satisface al enemigo y ya despreocupado reanuda la marcha por los tortuosos senderos. Jonás permanece diligente hasta que oye las pisadas a larga distancia y libre de todo peligro, se incorpora. Orgulloso de sus dotes interpretativas, se encarama por las ramas robustas de un roble y celebra la proeza, con cánticos brincos y cabriolas. En ese instante, la Muerte emerge de la vegetación y tala el árbol, con el comediante ya subido a lo más alto de su copa. Empalidece, ve que el final está próximo y ruega que no lo haga, por su mujer y sus hijos, pero nadie logra aplacar al lúgubre espectro y se sorprende, con motivos hay que decir, de que mencione a su familia cuando él ha sido quien más daño les ha hecho. El árbol se viene abajo y el cómico parte sin remedio a otro mundo donde tendrá que rendir cuentas de su osadía.

Cuando ya no podía estar más afligido y avergonzado de sí mismo, el cruzado encuentra casualmente la modesta compañía de teatro. Les aconseja que no vayan hacia el sur porque allí la epidemia se ha propagado con virulencia. Es en estas circunstancias donde cree acercarse más a la indulgencia, en la cortesía y la hospitalidad que brinda a los menesterosos. Cómicos y caballeros caminan juntos hasta la flamante fortaleza que alberga el hogar del cruzado. Los convida a cenar y en el ínterin, su esposa lee algunos pasajes del  Apocalipsis. Al finalizar, irrumpe la Muerte, viene a llevárselos. Juan intenta por última vez razonar con el caballero, "sécate las lágrimas y mira el fin con serenidad", "hubieras gozado más de la vida despreocupándote de la eternidad", "en este último instante goza al menos del prodigio de vivir en la realidad tangible antes de caer en la Nada".

Al final todos siguen a la Muerte cogidos de la mano y danzando. José, María y su hijo, yacen sentados en un fresco prado, iluminados por un resplandor que agujerea el cielo. José contempla con nitidez la danza, pero María cree que delira como de costumbre.