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jueves, 25 de septiembre de 2014

Universitarios en la época de Cervantes

El año académico está a punto de comenzar y los alumnos se preparan para darle bienvenida. Provisión de material, cambio de residencia, trámites administrativos… estas son algunas tareas que de nuevo ponen en guardia al estudiante tras haberse solazado los tres meses anteriores de verano. Si echamos la vista atrás, comprobaremos que semejante rutina poco ha cambiado desde que la enseñanza superior cobrara importancia la época en que la sociedad española presenció el florecimiento de los siglos XVI y XVII, muy fructíferos en el campo cultural.

Los testimonios que han perdurado hasta nuestros días revelan tópicos que infundían sentido a la vida estudiantil y sin muchas averiguaciones podemos sacar en limpio paralelismos existentes con el alumnado actual, sobre todo en las dificultades halladas para abordar el largo y tortuoso camino del curso universitario. La ácida ironía con que los escritores crearon estas historias dan fe de lo exasperante que era la travesía universitaria. El que abandonaba su hogar para “aprender los saberes”, en Alcalá o Salamanca, a mucho tenía que renunciar si no quería fracasar en el intento.

Sin embargo, la austeridad que debieron hacer frente, no fue propiciada por falta de implicación institucional en la causa educativa. Al contrario, los consejos estatales, ante la insólita expansión de aquel Imperio donde nunca se ponía el sol, solicitaron un creciente volumen de funcionarios que agilizaran el hacer diplomático. El problema estaba en la precaria sociedad que vivía bajo mínimos y los acogieron en condiciones muy lamentables. Tutores y maestros prestados a dar alojamiento y manutención a cambio de servidumbre, hundieron a los estudiantes en una pobreza tal que ellos mismos se vieron obligados a desdoblarse en otros empleos de poco lustre, o incluso a practicar el bandidaje. 

'Quien quiera saber que vaya a Salamanca' era un dicho muy popular y, en efecto, quien quería estudiar, fuese noble, clérigo o villano, era gratamente recibido. La diversidad en las aulas fue promovida por los reyes que, porfiando en traer la democracia y la captación unánime de talentos, autorizaron elaborar sendos privilegios, aunque por otro lado reluciera la falta de asistencia al alumno que no disponía de recursos para costearse un alojamiento digno.  

Durante la época de Cervantes las autoridades eclesiásticas determinaron los cánones de conducta que debía seguir la enseñanza, pero los progresos acaecidos en las ciudades, tales como la concentración gremial o la multiplicidad de profesiones, modificaron la estructura del saber. Así por ejemplo, el maestro escuela, encargado de instruir a sus discípulos en todos las ciencias, fue reemplazado por especialistas en disciplinas particulares que, a diferencia de él, no enseñaban de manera superficial. El Renacimiento facilitó la llegada de alumnos brillantes, ingeniosos y entregados abiertamente a sus respectivas vocaciones, obedeciendo por primera vez un marco legal inspirado en los patrones gremiales. Con estos avances, el conocimiento pasaba más por la participación que por la memorización. Las lecciones empiezan a ser debatidas como en plenos de ayuntamiento, pensando y opinando, dejando atrás la recitación, como si el alumno subiera a pronunciar arengas en un púlpito o vaciara su conciencia tras las celosías de los purgatorios. 

Dudosa acogida de la literatura entre el público 

La leva de guerra que los Austrias difundieron redujo en gran medida el número de egresados universitarios. Se extendió la opinión de que para contribuir al bien de la patria era mejor luchar en los frentes de batalla y por ello la sociedad desmereció las profesiones vinculadas al ejercicio de las letras, tomadas más bien como meros pasatiempos. Cuando la Corte retomaba la contienda con las potencias adversarias, la enseñanza se resentía, pues la labor diplomática y el consenso político eran reemplazados por la barbarie bélica.  

Cervantes, como tantos otros, puso voz a esta coyuntura a través de los discursos quijotescos. Él, igual que los gobernantes, persiguió la paz haciendo antes la guerra, entendiendo como desafíos todo encuentro que tenía con personas desconocidas.  Afirmó que los caballeros sufren calamidades imposibles de comparar con las que padece el estudiante, lo cual le hacía más honorable. Su propósito era lograr la paz con su brazo y, por tanto, debía ocupar un lugar preferente dado que su oficio era velar por la seguridad del pueblo. 

En el fragor de la batalla se hizo latente que las armas surtirían más efecto que la pluma. Pero hasta para la guerra había que apelar a la cordura y evitar así la violencia indiscriminada de los jefes militares, con frecuencia muy impulsivos en las decisiones. Las letras nutren el espíritu y lo hacen fuerte para contener las afrentas, de modo que era posible fundir la cultura y el pensamiento con el uso de las armas. 

El público ya empezó a desdeñar el oficio literario. Mateo Alemán, en su obra cumbre 'Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana' tuvo la premonición de que sus lectores, a la hora de valorar el escrito, serían movidos por un instinto de envidia y avaricia y elegirían aprender el manejo del arcabuz a sustentar una ingente caterva de letrados dispuestos a decidir por los demás. El escritor acusó a los incultos de 'perseguir inocencias y profanar verdades' por aborrecer la literatura y el que no amara de verdad su vocación, no era aconsejable que ingresara en la Universidad. Guzmán reflexionó sobre estos temas y decidió partir hacia Alcalá, después de haber dado bandazos en un sitio y en otro y cometer actos reprobables, propios de un insigne pícaro como él. 

Desdichado de aquél, si alguno por su desventura no propuso en su imaginación lo primero de todo el servicio y la gloria del Señor, si trató de su interés, de sus acrecentamientos, de su comida, por los medios deste tan admirable sacrificio, si procuró ser sacerdote o religioso más de por sólo serlo y para dignamente usarlo, si codició las letras para otro fin que ser luz y darla con ellas. (…) Pregúntese a sí mismo qué le mueve a tomar aquel estado. Porque caminando a oscuras dará de ojos en las tinieblas. Libro III, Cap. IV

Otros aparcaban los estudios para evadirse leyendo autores profundos y sugerentes o componiendo versos, lejos de sus tutores académicos. Cada uno era libre de pensar si las lecciones eran de provecho o no. A Diego Miranda, el Caballero del Verde Gabán, se le nota afligido porque ha perdido las esperanzas que puso en su hijo de verle hecho un canónigo con el grado en teología que le había encomendado estudiar. El muchacho escoge el camino transgresor de la poesía, inocuo a ojos de los mayores que avistaron los tiempos en que hacía falta dilatar la maquinaria administrativa del Estado.

Vivimos en un siglo donde nuestros reyes premian altamente las virtuosas y buenas letras, porque letras sin virtud son perlas en el muladar (*lugar donde se echaba el estiércol y los residuos de las casas). Todo el día se le pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en tal verso de la Iliada, si Marcial anduvo deshonesto o no en tal epigrama, si se han de entender de una manera o otra tales y tales versos de Virgilio. 2ª Parte, Capítulo XVI

La respuesta de Don Quijote no intenta por menos voltear el pensamiento equívoco de Miranda, ya que a pesar de que escogió el oficio de las armas, sabe que sin las letras él habría pasado sus últimos días en la tranquila hacienda que tenía en propiedad y no habría elegido el turbulento futuro de la caballería andante. Intenta infundir la lección de que cada uno debe ser libre de elegir el porvenir que más le agrade y cumpla con sus expectativas y por su parte, lo único que le incumbe al padre es impedir que sus hijos caigan en la corrupción moral. Aconseja a Miranda permitir que su hijo ande por donde “su estrella le llama”, porque las cumbres del talento literario le engrandecerán tanto como “las mitras a los obispos”.

Los estudiantes carecían de autonomía por injerencias externas de otras instituciones

Quizás el deseo de autonomía en el aprendizaje fuera el causante de que los estudiantes más indomables hubieran preferido dedicarse a las artes, o en el peor de los casos, a la delincuencia. La metodología de estudio vino determinada por los cánones eclesiásticos al menos hasta la eclosión renacentista. Es comprensible si observamos la estrecha relación que unía el poder civil con el religioso. En las universidades había un código de leyes que modulaba la jornada estudiantil y el que lo violara, recibía un castigo.   

Los aspirantes a incorporarse en el estamento eclesiástico hacían cuasi vida monástica. Para ellos el día comenzaba con una misa, después comenzaban sus clases a la hora prima (cuando salía el sol, es decir, a las 6:00 de la mañana) hasta la hora del almuerzo en comunidad, luego se reunían en la capilla para cantar y por último asistían en grupo a lecciones extraordinarias y acalorados debates. La constitución que regulaba el funcionamiento de cada centro colegiado se promulgó en San Clemente de Bolonia, incluyendo fundamentos democráticos como las elecciones de los rectores mediante el uso del voto.

Hubo una orden religiosa que incidió sobremanera en el aparato educativo del reino, pues sus feligreses creían que amar la sabiduría les conduciría a la salvación. Se trataba de la Compañía de Jesús, convertida en un vivero de profesores expertos en varias ciencias y disciplinas. Su éxito se traduce en cifras: en el año 1600 los jesuitas regentaban 118 colegios en la Península y el número de estudiantes aumentó de 10.000 a 15.000.

El impacto de la avalancha estudiantil en la apacible sociedad urbana 

Los vecinos de las ciudades esperaban, no sabría decir si con expectación o con temor, el comienzo del curso. Los primeros días las calles aledañas eran pateadas por los estudiantes que salían a montar sus clásicas charadas. La tranquilidad y el sosiego de estos espacios solariegos del interior peninsular daban paso a la algarada juvenil que conmovía todo el vecindario. Se trataba de salir a “retular”, por la noche, portando antorchas y al son de una música que ellos mismos tocaban. También armaban revuelo las reyertas entre estudiantes y vecinos, o estudiantes de distintas facultades. Alfonso X el Sabio prohibió que fueran armados, aunque el odio en algunos casos era tal que buscaban, en la oscuridad de la noche, alguna ocasión para desquitarse de algún agravio y enfrascarse en peleas hasta sacar a relucir las espadas.

Pero también llegaban los momentos de sano júbilo, fundamentalmente en las ceremonias de clausura. La fachada del recinto aparecía tupida de mantos púrpura, color de la túnica que vestían los emperadores victoriosos y para dejar constancia de la hazaña lograda, pintaban sus iniciales en los sillares de granito con tinta que hacían con sangre de vaca mezclada con almagra y aceite. La solución era tan resistente que todavía hoy podemos admirar los epígrafes donde aparecían además de sus iniciales, la fecha conmemorativa y el monograma de la palabra VICTOR.

Clasismos universitarios

La Universidad fue “la alma Mater” que acogió en su seno a gente procedente de todos los rangos sociales, realmente hubo bastantes jóvenes que sufrieron para costearse sus estudios. Los nobles cumplieron con sus expectativas y dispusieron de una mejor educación, pero era más frecuente ver aquellos que el populacho denominó los “sopistas”, por estar obligados a pedir este alimento básico en conventos y monasterios y algún brasero que entibiara su frío. Acuñaron un distintivo que les identificó: la cuchara prendida en el pecho. A la misma calaña de buscavidas pertenecieron “los caballeros de la Tuna”  y  los “capigorrones”. Eran profesionales de la vida errante y licenciosa, robaban en las tiendas, en las huertas, engañaban con sus embustes a todo el que podían y pedían limosna en los caminos, jugaban a la pelota, a los bolos y de forma clandestina, a los dados y los naipes. Salían en grupo y formaban las “tunas” y tocaban música, con vihuelas, flautas, panderetas y guitarras. Por este camino, largo y turbulento, obtienen el tan ansiado grado, y en la memoria de los que llegaban a sentarse en la silla del poder, quedaban para siempre estos desagradables recuerdos. 'Trocada su hambre en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas y su dormir en una estera en reposar en holandas y damascos' apuntó Don Quijote.
  
Los nobles partían a iniciar la andanza universitaria con pajes, criados y caballos. Allí les esperaba para alojarse una casa propia y en las aulas siempre tenían los primeros bancos que los pajes se anticipaban a guardarles. Conscientes de la chusma que podrían encontrarse, los padres avisaban a un tutor privado para que instara al estudiante a dedicar los ratos de ocio a sanos ejercicios, que les enseñara las virtudes y las buenas costumbres en lugar de jugar a los naipes o frecuentar las tabernas como hacían sus semejantes. Sin embargo, no faltaron quienes desaprovecharan la oportunidad y sucumbieran a la vida disoluta. Rinconete y Cortadillo, con el dinero que tenían para iniciar con bastante holgura los estudios en Salamanca, desviaron la marcha y acabaron asociándose a una banda de delincuentes en Sevilla.

Régimen de pupilaje y camarería

Una manera de garantizar el alojamiento era sirviendo en casa de los bachilleres, licenciados como ellos en un futuro, dedicados a la causa instructora y de acogida. Estos señores se les conocía como pupileros y los estudiantes que pasaban a su tutela eran sus pupilos. Cedieron sus aposentos y garantizaron manutención, ambiente propicio al estudio y clases de refuerzo en los mejores casos, a cambio de servidumbre. Por ejemplo, el célebre cardenal Cisneros fue bachiller de pupilos en Salamanca.

Este sistema fue el precursor más directo de las actuales residencias universitarias, aunque según las crónicas, no llegaban a ser ni la mitad de confortables. Eran casas que lucían por su modestia y sordidez. La dieta era de mala calidad y encima si querían acceder a ellas, tenían que pasar una prueba escrita. Existen varias críticas a la situación en que vivían los pupilos, que ridiculizan a sus tutores por tacaños y mezquinos. Quevedo pinta con gracejo el tutor de don Pablos, protagonista de su aclamada novela “El Buscón”. Era una casa de la que decía que la comida era “eterna, sin principio ni fin”, el caldo muy claro y las cenas bastante sobrias dado que, según consejos del bachiller Cabra, era muy saludable para tener el estómago desocupado y aligerar el pensamiento. El señor Maestro de Pupilos que tuvo Guzmán de Alfarache, no andaba tampoco muy a la zaga:  

Se me hacía trabajoso, si me quisiese sujetar a la limitada y sutil ración de un señor maestro de pupilos, que había de mandar en casa, sentarse a cabecera de mesa, repartir la vianda para hacer pociones en los platos con aquellos dedazos y uñas corvas de largas como de un avestruz, sacando la carne a hebras, estendiendo la mientras de hojas de lechugas, rebanando el pan por evitar desperdicios. (…) En tiempo de invierno sacaba en un plago algunas pocas pasas, como si las quisieran sacar a enjugar. (…) Conservaba los huevos entre cenizas y sal para que no se dañasen y así se guardaran seis y siete meses. Solían entremeter algunas veces y siempre en verano un guisado de carnero, compraban de los huesos que sobraban a los pasteleros, que costaban poco y abultaban mucho. Libro III Capítulo IV

Decía que sólo el sabio como sabio aborrece los manjares por mejor poderse retirar a los estudios, que a los puercos y en los caballos estaba bien la gordura y a los hombres importaba ser enjutos, porque los gordos tienen por la mayor parte grueso el entendimiento, son torpes en andar, inválidos para pelear, inútiles para todo ejercicio, lo cual en los flacos era por el contrario. Les concedían al menos que no habían de ayunar hasta dejarse caer. Solía decir Marco Aurelio que los idiotas tienen dieta de libros y andaban hartos de comida. Idem.

Otro tipo de alojamiento era la camarería, estudiantes que se instalaban en una casa y ponían una sirvienta a su cuidado. La mayoría de los casos se pinta a esta mujer perezosa para el trabajo y más habilidosa en el hurto que en otros menesteres, “¡cómo limpian las arcas y qué sucias tienen las casas!, decía Guzmán.  El 'Mesón del Estudiante', cerca del puente romano de Salamanca, se especializó en acoger camaristas. Era un lugar idílico para tramar fechorías, mientras arrieros de toda España llegaban con dinero, ropas y alimentos que enviaban los padres desde tierra natal.

Indumentaria, costumbres y reglamento

La indumentaria era el distintivo que marcaba la pertenencia a según qué facultades o gremios dentro de la universidad. Todos se apropiaron de un color diferente. El azul celeste fue para Letras, azul turquesa para Ciencia, rojo para Derecho, amarillo para estudiantes de Medicina y el color púrpura para Teología. El atuendo consistía en una túnica al estilo de la toga jurídica. Los doctores lucían la medalla doctoral, además de unos guantes blancos y una pajarita. Sobre la cabeza ceñían un birrete y en la ceremonia de graduación lo adornaban con un borlón y unos flecos del mismo color que la facultad correspondiente. Los profesores lucían además la muceta, especie de capilla corta. Cuanto más vieja era la túnica más importancia tenía porque acreditaba los muchos años de estudio que tenía su propietario. Otros artilugios que iban siempre con ellos eran el cuerno del tintero y la pluma de ave para tomar apuntes.

Antes de inscribirse, lo primero que hacían era presentarse a las autoridades académicas, según ordenaban las constituciones de Martín V, en base a la legislación universitaria de 1422. Los estudiantes debían prestar juramento de obediencia al rector en un plazo de ocho días, bajo pena de ser expulsados.

Los dignatarios decretaron pena de excomunión para: los que movilizaran escándalos en la elección de autoridades y los que tuvieran prostitutas en casa. También les estaba prohibido llevar armas a las escuelas y como obligación especial, les impusieron asistir a los funerales, sermones y demás actos religiosos en la capilla universitaria. Cuando un alumno leía en voz alta, quien le diera la espalda era castigado con dos días encerrado en el calabozo, ya que las penas pecuniarias no surtían efecto. Después de la lectura, se iniciaba un debate, presidido por las reglas de la silogística aristotélica, consistente en defender y rebatir una tesis o “caso” concreto. La misma amonestación pendía sobre los que fueran sorprendidos jugando partidas de naipes. Más tarde, Alonso de Covarrubias modificó estos puntos y dejó al catedrático únicamente la licencia de reprenderle y corregirle.

El último día, el de la graduación, llegaba cargado de actos y festejos. Previamente, en la víspera, los futuros graduados daban un solemne paseo por las calles. Al día siguiente, la ceremonia propiamente dicha, luego la comida y por la tarde, la corrida de toros al son de las chirimías. La comida era opípara y servían variados y muy numerosos platos.

Travesuras, novatadas y demás vilezas

La picaresca invadió al colectivo estudiantil. Entre la ingente masa, no faltaron estereotipos de holgazanes, pendencieros, trotamundos y donjuanes, que sorteando la ley, soltaban rienda a su libertinaje. Pueden consultarse actas levantadas por profesores donde hicieron parte de riñas y reyertas. El dicho afirma que “los estudiantes salamantinos eran tan hábiles en estudiar Aristóteles como en esgrimir la espada”. Por muy lejana que parezca esta época, los jóvenes fueron, como todas las generaciones, impulsivos e intrépidos y pasaron a la historia, quizás por el gancho que tiene para los lectores crear personajes tan peculiares. El estudiante decente y pulcro, aunque le pese a la memoria del reino español, fue condenado al olvido.

Un clásico del primero año eran las novatadas, algunas bastante embarazosas. Don Pablos cuenta como le 'gargajearon' en la entrada del recinto o cómo recibió una somanta de palos mientras dormía en su casa de pupilos; el bárbaro juego del 'jincamorro', que consistía en esquivar un palo lanzado a los pies de los primerizos colocados en círculo, si por accidente adelantaban un pie. Otros tenían que hacer de obispillo y pronunciar discursos. Las bromas solían terminar cuando el novato invitaba a sus hostigadores a un banquete. Don Pablos cuenta como escapó 'nevado' de pies a cabeza y 'quisieron tras esto darle de pescozones, pero no había dónde sin llevarse en las manos la mitad del afeite de su negra capa, ya blanca por sus pecados'. Cuando llegó a su casa y se echó a la cama, 'le asentaron un azote con hijos en todas las espaldas cuando se levantó de un grito que había oído y no le quedó otro remedio que meterse debajo de la cama."

A la larga, el rencor les hizo coger afición a delinquir como ya hicieron los bellacos que se encontraron el primer año. Don Pablos, que tan mal lo pasó en sus inicios, confiesa que se transformó en un maleante y entre sus fechorías, cuenta cómo pasó a una confitería y robó un cofín de pasas, que “tomando vuelo, lo agarró y se lo llevó”. El confitero salió con otros vecinos y criados corriendo tras él, pero al doblar la esquina, encontró a un pobre desvalido sentado en el suelo, doliéndose de una pierna que le había pisado por accidente. Al verle colocado en la misma trayectoria del prófugo, le pregunta si ha visto a un joven de pasar corriendo, sin percatarse de que estaba ante sus narices, con sus pasteles ocultos bajo la capa. Más tarde, vacío de todo el pudor que le quedaba, asaltó la confitería con espada en mano, obligando al confitero pedir clemencia. El tormento que le causaba  su presencia era tal que no hacía nada para impedir que el villano diese una estocada a la caja que más le gustaba y saliera tranquilamente por la puerta. 

Ocio y esparcimiento

No sería justo resumir la vida del estudiante en episodios dantescos y pesimistas. Hay que decir que también había tiempo para asistir a actividades lúdicas como el teatro, los toros o el canto. También era frecuente verlos merodear por las casas de mancebía situadas a orillas del Tormes en Salamanca, eso sí, solo a partir de que finalizara la cuaresma, ya que durante esos cuarenta días, las autoridades municipales se encargaban de que las prostitutas no se codearan con los ciudadanos.

Desde luego, la fauna universitaria era de lo más variopinta, desde recogidos y aplicados, hasta liberales y juerguistas. Dondequiera que se halla el estudiante, aunque salga de casa con ánimo de recrearse a lo largo de la exuberante y fresca ribera, en ella reflexiona consigo mismo, rehuyendo la soledad. Los juegos, muy simples todos, congregaban camaradas de todo gremio estudiantil::

Si se quiere demandar una vez en el año, aflojando a el arco la cuerdo, haciendo travesuras con alguna bulla de amigos, ¿qué fiesta o regocijo se iguala con un correr de un pastel, rodar un melón, volar una tabla de turrón? 

Atravesar penurias era el designio que le deparaba al estudiante, víctima de las precariedades ocasionadas por un pueblo más preocupado por la guerra y mantener alejados a sus enemigos que por admirar intelectuales, a su parecer, muy dados a pasar largas horas divagando. Disponían de pocos elementos a su favor y probar a labrarse un futuro en los escaños de las aulas universitarias, les inducían a pelear por la supervivencia. La intercesión del Estado no era suficiente, pues de todos es conocida la bancarrota que sufrió el tesoro público español cuando fue partícipe de conflictos tanto en Europa como en Ultramar. Tan solo les quedaba aceptar las circunstancias y madurar pronto y mal, descubriendo de forma prematura los males que aquejaban a la sociedad. Pero esto no quería decir que no tuvieran apoyos, ya que un pequeño grupo de intelectuales estaba fraguando para detener mediante la palabra las actuaciones de los gobernantes, un colectivo que bien podríamos identificar con el germen del periodismo español. Francisco de Quevedo fue consciente del cambio y acertó en muchas sus críticas. Aquí rescato una cita que explica lo mucho que estimaba la labor que hacía y debió seguir haciendo la Universidad: 

En la ignorancia de los pueblos está el dominio de los príncipes, el estudio que les advierte les amonita (...) Príncipes, temed al que no tiene otra cosa que hacer sino imaginar y escribir





jueves, 31 de julio de 2014

Bartolomé de las Casas y Carlos V: la diplomacia frente a la violencia en el paraíso






Camino hacia el desastre en Las Indias
Desde que el descubrimiento de América facilitase la apropiación de “tierras firmes halladas y por hallar”, tal y como refería la bula “Inter Caetera” de Alejandro VI (1493), al reino español, aventureros de diversa procedencia se lanzaron a la mar en busca de riquezas y oportunidades con el fin de paliar el triste porvenir que les esperaba. La expresión “hacer las Américas” hacía alusión a expediciones que atravesaban tierras vírgenes, repletas a priori de las riquezas que harían a los colonos llevar un estilo de vida similar al de los patrones que despedían en la otra orilla. Las travesías eran eternas y la mar deparaba inesperados peligros, pero la idea de gobernar poblados indígenas y explotar yacimientos mineros, les infundió el ánimo que necesitaban. 

El recuerdo de la primera mitad del siglo XVI en Las Indias está ligado a las grandes conquistas de Hernán Cortes y Francisco Pizarro. Regiones que multiplicaban en extensión la Península habían sido descubiertas y la Corona tenía especial interés en prolongar aquí sus dominios. Evitando que la insensatez ocasionara daños en el Imperio, Carlos V acudió a los grandes intelectuales del Renacimiento que situaban el centro de atención universal en el hombre y sus aptitudes, como Erasmo de Rotterdam, Mercurio Gattinara y muchos otros. Entre todos pretendieron cumplir el objetivo de crear una Cristiandad armónica y pacífica, comandada por dos soberanos: el papa y el emperador.   

El clima distendido y apacible del Humanismo favoreció la entrada en escena de fray Bartolomé de las Casas, dominico y librepensador, portador de una marcada personalidad compasiva. Cuando desembarcó por primera vez en La Española, encontró un pueblo abocado al caos y la destrucción, similar al que profetizaban los demás hermanos de la orden que vivían allí y contemplaban aquellos horrendos sucesos. Uno de los más beligerantes fue fray Antón Montesino. Este monje dominico se convirtió en una celebridad tras pronunciar el sermón del 21 de diciembre de 1511 que abrió con un pasaje del Evangelio de San Juan “Yo soy una voz que clama en el desierto”, explicando después con frases temerarias el comportamiento de las autoridades isleñas como el gobernador Diego Colón, al cual acusó de guerrear con gentes tan mansas y pacíficas, de oprimirlos, fatigarlos y someterles a tan duros trabajos. En España, el rey Fernando tuvo noticias de lo que ocurría y ordenó que castigasen a Montesino cortando su avituallamiento diario, aunque él insistió en amedrentar a las masas hasta que pareciese que presagiaba una verdadera catástrofe. 


Fray Antón Montesino en el Sermón de Adviento de 1511
Santo Domingo, República Dominicana
El trato a los indios violaba la ética pregonada por las Escrituras. Para que entraran en razón, las órdenes religiosas tomaron como reto abogar por la redención divina de los pobres cristianos que eran tan incrédulos como para no darse cuenta de las atrocidades que cometían. No fue fácil hallar la solución ya que el maltrato no era el único mal que aquejaba a la civilización india. Había tribus enemistadas que combatían entre sí cada vez con más intensidad por los capitanes españoles que azuzaban a los jefes tribales para debilitar sus fuerzas, consiguiendo así librar obstáculos y continuar con la conquista. Tampoco ayudó la lentitud del desarrollo de las colonias porque ante todo primaba estrechar la disciplina de los indios que trabajaban las minas. A tales efectos, las cifras ilustraron lo que ocurrió. Según Bernard Lavallé, en su obra “Bartolomé de las Casas: entre la espada y la cruz”, La Española tenía 14 poblados, habitados por 14.000 indios puestos a disposición de solo 300 o 600 españoles. Un 70% estaba empleado en la industria minera, lo que obligó al Consejo de Indias, mandar urgentemente labradores de la metrópoli para estabilizar la economía local. Subieron a bordo junto con esclavos negros traídos de África, pues los estatutos aún no les tenían por hombres libres. La medida fue secundada por el cardenal Adriano de Utrecht, fiel instructor de Carlos V, por cuya intercesión alcanzó el solio pontificio.

Esclavos indígenas y negros trabajando en una mina de oro de La Española
Pero ¿por qué los indios vivían en la orfandad legal? Es evidente que sus patrones los sometieron para obtener el máximo rendimiento posible. Sin embargo, hay que considerar la injerencia de otros actores, religiosos por lo general, impulsores de la violencia por considerar que no eran aptos para recibir el mensaje divino. Para centrarnos en los hechos relatados en esta entrada, citaremos a Juan Ginés de Sepúlveda y la orden de los jerónimos, el ala más conservadora de la Iglesia española. Juntos reprocharon que los indios holgaran en ceremonias, se emborracharan o tuviesen el corazón tan duro para practicar esos sacrificios humanos que exigían sus dioses. Y si esto no era suficiente, a la larga amasaron grandes caudales de dinero mediante tierras y haciendas particulares que fueron adquiriendo. 

La Corona quiso terciar para mejorar las condiciones de vida del indio, sabiendo por otro lado que había un interés por actuar con prudencia para preservar los lazos que la unían con la emergente aristocracia colonial. Cada paso que los reyes daban a favor del “derecho natural”, pensamiento que defendía Las Casas y los suyos, los colonos respondían con más autodeterminación o insurrecciones militares incluso, como la que acaudilló Gonzalo Pizarro en el Perú. El primero en convocar teólogos y juristas fue Fernando. Las reuniones que tuteló el rey católico más tarde dieron a luz las Leyes de Burgos u 'Ordenanzas para el tratamiento de los indios' de 1512. En ellas exhortaron a los colonos a que moderasen el trato hacia los indios y se ocuparan de divulgar la catequesis, porque no olvidemos que la Corona de Castilla pactó en la denominada bula alejandrina obrar en América por delegación papal y, por tanto, el proceso colonizador tenía que empezar en primera instancia con la conversión.

El fenómeno de aculturación tuvo importantes complicaciones, partiendo de que eran pueblos diametralmente opuestos. Las comunicaciones, sobre todo en las fases iniciales, se hicieron muy difíciles. Apenas había intérpretes si exceptuamos la legendaria Malinche que acompañó a Cortés en sus travesías por territorio azteca. Practicaban una religión politeísta y el cristianismo, guardián de la unidad no era bien recibido. Pero a pesar del deficiente entendimiento que había entre ambas partes, el libre albedrío era una de las claves del catolicismo y la voz de la conciencia mandaba al menos ofrecer a los indios escoger o declinar la conversión. El acto fue denominado requerimiento y fue seña de identidad de los conquistadores hispanos. La toma de contacto con ellos comenzaba con una perorata que explicaba la razón por la que estaban allí: tomar posesión de sus tierras en nombre de Dios. Si rechazaban acogerles encontrarían la guerra sin cuartel. En verdad fue una manera que ingeniaron de legitimar la conquista y el ofrecimiento entrañaba un pretexto para lanzar un ultimátum.El formalismo sobrevivió durante décadas y a él se atenían los españoles cada vez que se internaban en un poblado desconocido.
Requerimiento a Atahualpa, rey de los incas en Cajamarca
Grabado de Felipe Guamán Poma de Ayala
Muchas adversidades encontraron los misioneros que partieron a pacificar el paraíso. Tomaron como una misión personal salvar a los colonos de la barbarie si seguían castigando a sus protegidos con trabajos forzados. De modo que los tribunales eclesiásticos tomaron la determinación de buscar la solución uniendo la fe a la mentalidad de los hombres y los asuntos políticos. Era menester parar la leyenda negra que pesaba sobre el catolicismo desde la Reforma Protestante, pero lo importante era 'no desatender el desafío que Dios había planteado a España' y hacía falta alguien que combatiese 'la esterilidad del desierto de las conciencias españolas', citando al personaje central del artículo.  

Un monje dominico trae la salvación
Como Bartolomé de Las Casas hubo una comitiva de dominicos que protegieron los derechos naturales de los indios, aunque pocos como él brillaron por su temperamento y perseverancia. La vida tan turbulenta que tuvo ha sido relatada en heroicas biografías, similares a las que contaban las hazañas de los más intrépidos conquistadores.

Los doctores que proporcionaron a Las Casas las razones para emprender sus acciones políticas pertenecieron a la Escuela de Salamanca que defendió el derecho unánime de libertad e igualdad, poniendo como premisa que en la creación de todos los hombres se encuentra la misma acción divina. La ley natural abogaba por los indios y podían conservar las propiedades o declinar la conversión si lo deseaban. Por tanto, en los asuntos del alma, el rey cede su jurisprudencia y pasa a ocuparse de los "asuntos temporales", la esfera civil. Según los catedráticos salamantinos, los hombres nacen libres y no siervos de otros y si los príncipes no gobiernan con justicia, pueden desobedecerles e incluso deponerles. Otra novedad en la corriente de pensamiento la constituyó el derecho de gentes, mediante el cual la sociedad debe gozar de soberanía propia. Decía que la ley común del orbe es de categoría superior al bien de cada estado, y que las relaciones debían estrecharse por consenso y no por la fuerza.

Universidad de Salamanca
Imagen de Francisco de Vitoria
Sus primeros años en Las Indias fueron de silenciosa sumisión. Vivió en La Española y acató las órdenes de Nicolás de Ovando. El primer gobernador de esta isla restituyó la economía básica introduciendo el cultivo de caña de azúcar con ayuda de esclavos africanos. Entretanto, los indígenas fueron asignados a las infernales minas, lo cual suscitó que Las Casas actuara con el Evangelio en la mano y apelara a consejeros cercanos al emperador para que mitigara los esfuerzos físicos de los indios. 

El Consejo de Castilla respondió con la compilación de las Leyes de Burgos. Sus promotores fueron el obispo de Palencia, Juan Rodríguez de Fonseca y el secretario general del Consejo Real, Lope de Cochinillos. Las consultas corrieron a cargo de un grupo selecto de juristas, teólogos y altos cargos de la orden dominica. Se incluyó adjunto el 'Memorial de remedios para las Indias', una programación específica para cada una de las cuatro islas conocidas: La Española, Cuba, Puerto Rico y Jamaica. Tierra Firme era aún una ilusión y de momento no se supo que hacer con ella. Pronto Las Casas denunció que las prerrogativas eran insuficientes. Estas leyes no conseguían, por ejemplo, prohibir las encomiendas, fuente de todos los abusos, ni contemplaban que los indios fuesen retribuidos por sus servicios con alguna contraprestación salarial.


Encomendero español conduciendo una masa de vasallos indígenas
El paraíso estaba en Las Indias, un país adorable, fértil, provisto de un hábitat saludable. No había motivos para permitir el expolio y aceleró el ritmo de sus gestiones. Comenzó a tener encuentros con Mercurio Gattinara, canciller imperial. Fue enemigo manifiesto de Francisco I de Francia, pero en todo lo demás, quiso actuar con justicia para contribuir a formar esa monarquía cristiana universal. A él se le atribuye la creación del Consejo de Indias.

La violencia seguía vigente en Las Indias, hasta el punto de que los misioneros tuvieron que viajar acompañados de soldados dispuestos a poner orden en los eventuales disturbios. A Las Casas no le gustaba someter la población a sangre y fuego, y la administración de aquellas tierras ya le pertenecía por mandato real, pero los patronos querían luchar por sus intereses y si para ello era necesario acudir a las armas, lo harían.

Así le recordaron, iluminando auditorios con su inagotable erudición, pero sobre el papel ya dejó huella impresa de su pensamiento. Termina en 1537 la obra 'De unico vocationis modo omnium Pentium ad veram regionem', donde recalca que los predicadores de la fe no tienen intención de capitalizar sus sermones para ejercer dominio sobre los indios. Emplea maneras dulces, humildes y afables de socorrerlos, pero sin utilizar artificios de seducción. Para fundamentar la obra, cita los Padres de la Iglesia, la Biblia, Aristóteles y Santo Tomás.

Estuvo en Perú, luego en Nicaragua, la tierra hostil de Pedrarias Dávila y de aquí pasó a Guatemala, donde obró bajo el auspicio del gobernador Alonso Maldonado. Por la misma fecha, el 7 de julio de 1536, el Papa Pablo II promulga la bula “Sublimes Deus” en la que afirma con severidad que los indios están dotados de razón, humanidad y aptitud para recibir la fe. Prosiguió la evangelización en Yucatán, y allí, ante las normales dificultades comunicativas, recurrió a imágenes que reproducían escenas de la Historia Sagrada.

Retomo la crítica de las encomiendas, esa repartición sistemática que consistía en repartir efectivos indios entre las haciendas de los colonos. En la reunión del Consejo de Castilla de 1542, Las Casas reclama que los encomenderos se encarguen de la catequesis y que además devuelvan la mitad de los indios que habían recibido por méritos de guerra. Las presiones felizmente desembocaron en el acto solemne que tuvo lugar en la catedral de Sevilla cuando el obispo la abolición de la esclavitud. El avance de la Conquista demuestra que las Leyes de Burgos presentan incoherencias y con el correr de los tiempos, su significado se disuelve. Faltaba que reafirmaran la autoridad frente a los conquistadores y que los indios fueran considerados personas libres y fieles vasallos de la Corona. Las Casas no podía permitir que la ley fuese tan flexible y los encomenderos se apropiaran de los nativos como si fueran mercancías circulantes. Acto seguido, cumpliendo todo pronóstico, la medida suscitó protestas entre los colonos ya que pretendía romper el código legislativo que imperaba desde el comienzo de las conquista reflejadas en las Capitulaciones de Santa Fe que suscribió Isabel antes de que salieran las naves de Colón. 


Capitulaciones de Santa Fé

Sus enemigos: los primeros capitalistas del Nuevo Mundo

Las ideas conciliadoras no calaron en gran parte de la población española afincada en América. Muy pronto salieron enemigos que quisieron estropear el ascenso de Las Casas y la Escuela de Salamanca. El enemigo más incisivo, por increíble que pareciera, estaba en la cúpula de la orden jerónima, que cuando se instalaron en La Española, descubrió que remitían a España informaciones sesgadas de los hechos. Al parecer, sellaron pactos por mediación de colonos embaucadores, pues antes de que pisaran tierra, los jerónimos ni los conocían ni tampoco rivalizaban con los conventos dominicos de las islas. Hacia La Española partieron el prior del convento de Mejorada, en Olmedo, fray Luis de Figueroa y Bernardino de Manzanedo, prior de Santa María, en Zamora. Convocaron asamblea unilateralmente con doce encomenderos, funcionarios y religiosos. En ella sacaron en limpio que los indios no estaban preparados para el cambio tan radical que se les exigía hacer por sus vicios y el rechazo a las enseñanzas cristianas.

Entretanto, Carlos ignoraba cual era la situación en Las Indias, pero Las Casas consiguió el crédito del Canciller Le Sauvage, duque de Brabante, quien terminaría pugnando con los magistrados castellanos en Valladolid, donde Carlos instaló las Cortes. Sin embargo, el emperador no pudo dedicarle todo el tiempo que requería porque sus asuntos en el trono del Sacro Imperio le alejaban de España. Cuando tenía que salir, ponía representantes al frente del reino, pero o eran borgoñones o eran flamencos y alentaban protestas. Una de ellas desembocó en conflicto, la Guerra de las Comunidades.

En Valladolid se convocó la histórica asamblea conocida como 'La Gran Controversia' . Pasó a la historia por ser la primera que organizaba un reino para investigar la justicia de los métodos que se empleaban en dictar justicia. Fue un examen crítico sobre las empresas de ultramar que no tuvo parangón. España y sobre todo Carlos lo hicieron aunque esto no haya redimido ni al soberano ni al país de los crímenes que había cometido. Los asistentes se dieron cita en el convento dominico de San Gregorio en agosto de 1550. Allí fueron Domingo de Soto, profesor de la Universidad de Salamanca y confesor de Carlos I, dominico junto con Bartolomé Carranza, arzobispo navarro, asistente al concilio de Trento y Melchor Cama y un franciscano, fray Bernardino de Arévalo. La oposición estuvo abanderada por Juan Ginés de Sepúlveda, y su exposición giró en torno a su 'Apología', donde critica con acidez la idolatría y los pecados contra natura de los indios. Por esto justificaba que el destino de los indios era la servidumbre, una manera de asegurar la predicación del Evangelio y detener actos bárbaros como la antropofagia y los sacrificios de personas. Las Casas califica el libro de "ceguera perniciosa".  


Bartolomé de Carranza
Mientras tanto, la escalada de violencia seguía en auge en el paraíso. Estalló la revuelta de Chiribichí contra los conventos dominicos y la Costa de las Perlas fue devastada por las autoridades de Santo Domingo. Las Casas escribe una misiva contando el devenir de los hechos. Explicaba que los hombres no actuaban por su ánima y voluntad de Dios, sino por 'allegarse a bienes temporales'. Esto causó gran revuelo y desde ese momento sería considerado un proscrito y para refugiarse de los ataques, recurrió a la caridad de los religiosos. El gobernador Gonzalo Fernández de Córdoba le persigue con vehemencia. Argumenta que los indios vivían en paz hasta que Las Casas se entrometió.

Regresa de nuevo a España, y esta vez ya no aboga por la situación de los indios como una organización benéfica. Ahora aspira a desmontar el entramado político heredero del Feudalismo y los tiempos de la Reconquista de aquellas tierras que tanto estimaba. Consigue que sean penalizados con el exilio o la confiscación de bienes quienes premeditadamente emprendan operaciones militares y vuelve en calidad de emisario, esta vez a Nueva España. Los colonos reciben de mala gana al misionero, pero el padre Las Casas desoye las críticas y se convierte en obispo de Chiapas.


Costa de las Perlas, Panamá

Inició su andadura como obispo redactando un edicto de faltas públicas para apremiar a los instigadores de la violencia a que confesaran y liberaran sus conciencias. El motín del Domingo de Pascua, encabezado por el mismo alcalde y una multitud exaltada, nubló sus deseos, pues las medidas que aceptó eran inadmisibles por perjudicar a los que se acomodaron en la esclavitud y recaudaban los impuestos indianos. Gil de Quintana, dean de la iglesia de Chiapas, condenó a Las Casas a la excomunión por haber confesado a cuatro jefes indios. Para él, se extralimitaba en el uso de sus derechos. En Ciudad Real de Los Llanos estaba la sede episcopal y desde allí también envió cartas al emperador denunciando los abusos en el Yucatán y Nicaragua, el país que Pedrarias Dávila sometió a auténticas barbaridades.

Chiapas no era Valladolid. No es ni la corte ni la utopía en construcción, sino un frente activo de lucha en un lejano territorio imperial, situado a miles de leguas del Emperador, de sus funcionarios encargados de compilar leyes, de los profesores y los alumnos de la Universidad de Salamanca, de la escuela del derecho natural. Allí tuvo que enfrentarse a hombres rudos e implacables, seguros de sus obras, que no estaban dispuestos a transigir.

Un rey diplomático
Las guerras de religión tuvieron focos en varios puntos del continente europeo y Carlos esgrimió el "ius belli" ante los enemigos del mundo cristiano. Cuando falleció Fernando, Las Casas se apresuró a ir a Flandes a informar al todavía Príncipe Carlos de los males que hostigaban las Indias. Contó con el apoyo del cardenal - regente, Jiménez de Cisneros, que le dio la venia. En resolución, logró para su causa el apoyo del nuevo soberano que ignoraba la situación de Ultramar.

Le ruega que haga una enmienda de las Leyes de Burgos y contemple más prohibiciones de todo género de guerra y obligue a que los españoles forjen pactos de paz y amistad con los indios. Estaba claro que si la Corona no se hacía ver, las despoblaciones y las calamidades persistirían. Tras escuchar el debate en el Consejo de Indias, Carlos aprobó las Leyes Nuevas de 1542. Su política se hizo muy flexible hasta el punto de otorgar audiencia a emisarios de Nueva España, cuando se encontraba en Alemania.  

Sin embargo, las Leyes Nuevas, a pesar de las esperanzas que todos pusieron en ellas, no funcionaron. Con el primer virrey enviado a Lima, Blasco Núñez de Vela, el emperador intentó poner orden en la guerra civil que había estallado. El hermano del conquistador, Gonzalo de Pizarro, lideró un regimiento de soldados y encomenderos descontentos con las Leyes Nuevas. Las tropas realistas de Vela fueron asaltadas en la Batalla de Iñaquito, 18 de febrero de 1546. Vela fue apresado y ejecutado y el virreinato del Perú  consolidó la ruptura con la Corona aunque no durara mucho porque a Gonzalo de Pizarro lo apresaran más tarde y tras un proceso sumamente expeditivo, el presidente de la Audiencia, Pedro de La Gasca, caballero de la orden de Santiago, sacerdote y diplomático, lo ejecutara en 1548. Tras el turbulento episodio, La Gasca dio disposiciones a favor de la diezmada población indígena: moderó los tributos, prohibió los trabajos demasiado pesados y obligo expresamente que todo servicio que prestasen fuera premiado con un salario justo. Ordenó imponer tasas a los tributos que los indios daban a los caciques, de agrupar en pueblos a la población indígena, que para entonces vivían en poblados muy dispersos.


Batalla de Iñaquito, norte de la ciudad homónima, Quito

Carlos pudo someter el territorio con la victoria de las armas, pero haciendo uso de la diplomacia que caracterizó su mandato, adoptó una actitud netamente política. Mientras otorgaba derechos a los indios, en el decreto de Malinas de 20 de octubre de 1545 permitió que las dotaciones a los encomenderos se mantuviesen una generación más. Era clamorosa la estrategia: ceder a las peticiones de los prelados para soltar lastre, pero resistirse a suprimir las encomiendas para evitar posibles levantamientos.

Los cuatro años 1543 – 1546 tuvieron a un Bartolomé de Las Casas cercano al poder y Carlos le daba audiencias privadas. Pretendía asesorar como su conciencia, no como su  consejero. Sabía que el destino de Las Indias se decide primordialmente en España, no en Chiapas, situada a miles de leguas de los funcionarios que maquinaban desde sus gabinetes el destino del Imperio.

Después de la controversia se retira al convento de San Gregorio de Valladolid. Allí pasaría sus últimos años en un entorno apacible, consagrado por entero al estudio y la reflexión. Compareció en público algunas ocasiones, por ejemplo, cuando Carlos aglutinó otra comitiva de misioneros e hizo llamar a Las Casas para que departiera en las sesiones del capítulo general.  


Iglesia conventual de San Pablo y San Gregorio en Valladolid

Falsas esperanzas
Ante los cambios acaecidos a raíz de la abdicación de Carlos, Las Casas se arredró y empezó a notar que su particular tenacidad ya no surtiría efecto en los tiempos que se avecinaban con la coronación del nuevo rey, Felipe II. ¡Cuántas veces añoró el apoyo que le brindó el Emperador durante tantos años!

En 1552 envía su Brevísima relación de la destrucción de las Indias al nuevo monarca para ponerle en conocimiento de los ultrajes que habían sufrido los indígenas. La explicación transita en un estilo desenfadado a través de 20 escuetos capítulos. Él aduce que las encomiendas han traído pesadumbre y desdichas, que estas han sido las culpables de que los indios detestaran la nueva religión y que los encomenderos eran tiranos sin escrúpulos. El libro, junto con las reflexiones que desentraña en él, es la pieza angular de su pensamiento y tendrá mucha éxito ya que es un documento de fácil lectura y pronto se propaga entre los círculos de intelectuales. He aquí algunos pasajes:

Son las gentes más delicadas, flacas y tiernas que menos pueden sufrir trabajos y que fácilmente mueren de cualquier enfermedad.

Son gentes paupérrimas, que no poseen bienes temporales ni ambiciosos ni codiciosos. Sus vestidos son en cueros. Tienen vivos entendimientos, son muy capaces y dóciles. Hay que tener paciencia para instruirlos en la religión. 

A éstas ovejas mansas, los españoles no las han hecho otra cosa que despedazarlas, matarlas, angustiarlas y afligirlas durante cuarenta años. algunas islas están despobladas por las masacres emprendidas en ellas o los desplazamientos de un sitio a otro como mercancías, más de 10 reinos mayores que toda España y más tierra que hay de Sevilla a Jerusalén.

Son almas muertas por la tiranía y obras infernales de los cristianos. Todo por el fin último que es el oro y henchirse de riquezas. Han muerto sin fe, sin sacramentos. Nunca los indios hicieron mal alguno a los cristianos, antes los tuvieron como venidos del cielo.



Los enemigos se hicieron eco de esta obra y terminó alimentando la leyenda negra atribuida a España, entonces uno de los pilares del catolicismo. La campaña difamatoria empezó cuando sus obras vieron la luz en 1553. Tres años después, el Emperador emérito decide enclaustrarse en el monasterio de Yuste junto con sus hermanas.

Pero antes legó a su hijo los preceptos que definieron su manera de gobernar. Incidió en que la Corona reinaba en América sobre las dos repúblicas, la de los españoles y la de los indios, y que era su deber incentivar la evangelización tanto en una como en otra. Le sugirió que intentara ganarse la fidelidad de los indios, pero la coyuntura apuntaba a otras direcciones en menoscabo de un ya desmotivado Las Casas. 

A Felipe la política exterior ya no le preocupó tanto por las Américas. Dio prioridad a la estratagema de rodear Francia, contrayendo nupcias con María Tudor, reina de Inglaterra. Además, Felipe era un ser aislado del común de los mortales, con agudo sentido del deber y pocas veces admitía consejo. Para él toda política era trágica y la concebía de un modo burocrático, de la forma más ventajosa para los intereses de la Corte. Aunque era hombre culto y amaba las artes, prescindió de la sensibilidad que requería la cuestión indígena, tanto que congenió con la oposición presente en la Controversia: Juan Ginés de Sepúlveda, que no obstante ya fue su instructor y su maestro de Geografía e Historia.

En una carta fechada en 1556, Las Casas expuso al nuevo soberano cómo progresó con ayuda de las Cortes la lucha en defensa de los indios durante cuarenta y un años. Salió a la luz en un momento crítico, cuando resurgió otra revolución de encomenderos en Perú que pedían recobrar la perpetuidad que se les denegó en 1542. Por aquel entonces Felipe se encontraba en Inglaterra y solicitó que se reuniera en Valladolid un círculo de reflexión. En él, Las Casas advirtió de modo premonitorio que si el encomendero mantenía su status quo, se vanagloriaría de su poder y rompería la fidelidad que en teoría debe a la Corona.  
Juan Ginés de Sepúlveda
Pero a pesar de sus advertencias, el rey no escuchó a Las Casas.  Felipe entabló amistad con otros consejeros y sometió al imperio americano a otras lógicas donde la política conciliar carecía de importancia. Las Casas era un hombre de la primera mitad del siglo XVI, impregnado del pensamiento religioso del Medievo, pero marcado por los deseos de cambio y la eclosión de ideas que dio sentido al Renacimiento. En sus últimos años asistió al ocaso nacional que inauguraba la nueva etapa del colonialismo asumido y la rigidez doctrinaria, asimilada en el Concilio de Trento.


jueves, 29 de mayo de 2014

La sátira galdosiana de género. Tristana, 1892

El gabinete que presidió la Restauración española pasó a la historia por las protestas que suscitó en todos los frentes sociales debido a la errática gestión que hizo de la cosa pública. En el pueblo reinó el hastío y el descontento y el sistema político turnista, si bien puso en orden las cosas de palacio, los votantes lo sometieron a juicio por haber diseñado un gobierno que dio prioridad a los intereses de la burguesía acomodada en la red caciquil o clientelar, sobre la cual delegaba la Corte para controlar a su antojo las provincias que conformaban el mapa político nacional. Era una forma sofisticada de utilizar el voto para guardar las distancias con el pueblo llano, pero el mismo autoritarismo se traducía dentro de la atmósfera familiar en insoportables atropellos. Tanto en la casa como en la calle, éstos que hacían llamarse hombres de Estado no consiguieron pasar de puntillas sobre el campo de la denuncia literaria y novelas como la que desentraño en el texto, satirizaron de manera muy acertada. Tristana, obra de Benito Pérez Galdós, enfoca ambos males, aunque en este último, que designo de ahora en adelante 'sumisión doméstica', incide con vehemencia porque trata de contar el martirio que atraviesa una desamparada mujer en la casa donde más que vivir, parece que está prisionera
Si bien es cierto que aquel período histórico identificado con la lucha de clases tiene reflejo en la desdichada vida del personaje, el debate que puede sustraerse del argumento va más allá de la reivindicación emancipatoria de según qué individuos o colectivos. Donde Galdós carga las tintas es en la segregación de género. Alguien tenía que hablar del tema, pues la verdad sea dicha, el movimiento feminista y la obtención del derecho a voto de la mujer ni siquiera figuraban en el papel. Fue éste avezado escritor quien visitó las casas madrileñas y observó el servilismo que imperaba en ellas.   



Una joya de coleccionista

La ingeniosa historia explica los desmanes que comete un padre autoritario cuando se encariña de su hija, pero también esposa o amante si queremos ser precisos. En ambos casos Tristana es una joya de coleccionista muy frágil que si toma contacto con el inclemente mundo exterior, corre peligro de sufrir desperfectos y no volver jamás a ser la que era. Para prevenirla tiene a su lado un guardián que vela día y noche por ella y la vigila sin cesar, empleando la astucia y adoptando un trato delicado, aunque sabiendo los dos que si los acontecimientos truncan los concienzudos planes preestablecidos, entonces el señor hará acopio de sus valores quijotescos y maquinará una venganza sin punto de comparación con las comedias más lacrimógenas jamás representadas. A simple vista, nada hay que escape a su control y tiene el porvenir de Tristana bien atado. Sin embargo, no alcanza a detener algo que por naturaleza es fuerza que ocurra: la niña se hace mayor y con ella su pensamiento. No consigue ver que su imaginación despierta del letargo causado por su largo cautiverio, ni tampoco la gravedad de la situación, pues sin darse cuenta ha sembrado en la joven un febril deseo de conocer y aprender. Con las escuetas conversaciones que ha mantenido dentro de casa, Tristana ha construido interminables fantasías para su secreto regocijo. 




Toledo y Buñuel

Me gustaría incluir la reflexión que consumió gran parte de mi estudio y ha contribuido a establecer los resortes de esta entrada. Había que elegir qué fuente era más pertinente y valorar las aportaciones que me daban el cine por un lado, y la literatura por otro. Cuando ví la película percibí un largo inventario de recursos en lo tocante a reparto, escenarios, decorados, efectos lumínicos...  Me pareció oportuno retener el film para establecer el cordón argumental, ya que a veces confieso visualizarlo más nítido en el desfile de imágenes que en la relación de párrafos. La novela galdosiana, enmarcada en el Realismo literario por su torrente descriptivo entre otras cosas, ha sido tomada en consideración por Buñuel, pero él, por infundir dinamismo a su obra, omite varios detalles. De alguna manera me vino bien seguir la historia simplificada en la película porque después pude saciar mi curiosidad leyendo el libro para conocer nuevos pasajes.
El orden temporal surgió de una feliz sorpresa que me reservó el destino y de repente me inquietó y me abdujo hasta lo más profundo. Resultó que recibí la invitación de participar en una visita guiada que había de discurrir por los edificios de Toledo que ahora de manera itinerante están custodiando la pintura del Greco con motivo de las cuatro centurias que justo ahora han transcurrido desde su defunción. Durante la jornada ha caído un aguacero, pero al grupo le ha gustado la idea de permanecer bajo los soportales observando cómo la cascada fría y densa empapaba el jardín mientras escuchaban la melodiosa explicación de la guía. El destello vino a primera hora cuando me enteré que escenas de Tristana se rodaron en el claustro del antiguo Hospital de Tavera, nuestro lugar de encuentro. Entonces me apresuré a buscar en los fondos de la Biblioteca Pública y lo comprobé. Salí con el DVD en la mano y por el mismo precio - o sea nada - jugué a identificar qué otros rincones de la ciudad enmarcaron el rodaje de la película. En el interin me llevé una grata sorpresa cuando reconocí hasta los empedrados de las calles, sin saber cómo habían llegado a alojarse esas imágenes en mi memoria. Supuse que era de los días lluviosos que encontraba el piso resbaladizo y caminaba prudente con la vista gacha. Los temporales hacen de Toledo una pista de patinaje que te desliza y te golpea al mismo tiempo las plantas de los pies y te obliga a extremar la vigilancia echando la vista hacia abajo.

Al abrir el libro y saber contra todo pronóstico que el verdadero lugar de los hechos era Madrid, comprendí los atractivos que sedujeron a Buñuel. Creo que quiso sintonizar con la historia y se decantó por las calles angostas y los colores terrosos de Toledo, sus fachadas descompuestas y la profusión de iglesias, con el fin de ubicar en el escenario idóneo lo que al fin y al cabo era una tragedia plagada de infortunios.  

El rencor de una escultura viviente

El autor entiende la libertad como un designio que porta una porción de felicidad y otra de fatalidad. Para él, los hombres libres vuelan sin rumbo en la etapa inicial de su nueva vida y cometen determinadas imprudencias por falta de experiencia. El tránsito viene acompañado de personajes como salidos de la Divina Providencia que empujan a Tristana a explorar nuevas sensaciones ignorando los consejos de un padre - esposo que con tanto esmero la ha moldeado, igual que Benvenuto Cellini, el orfebre personal de Francisco I de Francia, hacía con las musas, indigentes y prostitutas en otra vida, que inspiraron sus esculturas y alojó de forma perpetua en su taller, sin pensar que las condenaba a un indeseable presidio.
Tristana se arma de valor y sale por las noches, desobedeciendo las órdenes de su tutor y ahora sin esconderse. Se observan las discusiones de una mujer en todos los sentidos consolidada, que saca a la luz fulgores de un rencor que crece en su fuero interno y que las circunstancias abanican sin cesar. Permanecer una vida entera recluida en una elegante prisión y ya anticipo al lector que lo es, conlleva que en esas excursiones que hace a la ciudad vea cuán rápido han pasado los años sin que haya participado en nada interesante. Ha perdido mucho tiempo, no tiene destreza en casi nada, es ingenua como una niña y cuando es consciente de ello, comienza a generar un odio hacia su tutor que ya no la abandonará nunca.
Pero por paradójico que suene, el insigne amo de la casa encarna los valores de un hidalgo de tomo y lomo. En el turbulento siglo XIX surgieron muchos héroes como él que mostraron disposición para combatir los enemigos públicos, aunque blandiendo la palabra y la literatura, pues los tiempos de la capa y la espada quedaban demasiado atrás para revivirlos en una sociedad dominada, como él dice, por el vil metal y la burocracia. Los artífices del movimiento Romántico, que no paro de citar, promovieron cambios al uso de unos gentilhombres nostálgicos de las viejas glorias medievales. 
En el discurso de este personaje se entiende que la hidalguía ha sido cruelmente erradicada y que se debe restablecer por el débil que se ha quedado sin intercesores y camina a la deriva, desamparado y expuesto a las injusticias. Es muy loable todo lo que defiende, la misión que él mismo se encomienda realizar en éste mundo no se puede criticar, pero adolece de un defecto que lo desacredita de su recalcitrante honorabilidad. Le pierde la predisposición a enamoriscarse de cuanta mujer se cruza en su camino. Don Lope, que así se hace llamar por la dramaturgia del nombre, bien podría haber salido de la pluma de algún escritor cervantino si hubiese depuesto esa actitud que parece sacada de contexto y contraria a su condición caballeresca. 
Don Lope empeñando sus pertenencias más valiosas a precio de ganga. Huye de la idea de comportarse como un mercachifle y perder el tiempo en regateos

La paradoja se lee entre líneas. Lope denota gentileza en los círculos de amistad pero es autoritario en el terreno doméstico. Pasa por alto su hacienda, practica el altruismo, pero no soporta los celos de Tristana que marcan en él una conducta casi patológica. Salta a la vista que el lobo solitario gusta depredar en su propia madriguera pero vacila en salir al exterior a cazar. No obstante, un viejo sabio como él no logra intuir los fantasmas que persuaden a su ahijada - esposa y la alejan poco a poco del hogar. Conoce de sobra las debilidades atribuidas a la carne, pues él mismo de joven las propiciaba con su habilidad seductora y según estos razonamientos achaca los cambios de humor a encuentros con un pintor que sin lugar a dudas piensa que van acabar en deshonra. Por desgracia no es capaz de ver que la repentina huida está relacionada con algo más profundo y porfía en sus sospechas infundadas, sin saber que yerra gravemente al estar escamoteando las ilusiones de una Tristana tan impresionable que aprecia la diferencia entre dos garbanzos aparentemente idénticos y que por accidente han caído sobre el mantel de la mesa donde comía.